Tribuna

Manuel Peñalver

Catedrático de Lengua Española de la Univesidad de Almería

El llanto por Ignacio Sánchez Mejías

Ignacio Sánchez Mejías, Víctor Barrio e Iván Fandiño, en esos momentos en los que el verso se hace duelo en el rincón del alma para desafiar a la muerte

El llanto por Ignacio Sánchez Mejías El llanto por Ignacio Sánchez Mejías

El llanto por Ignacio Sánchez Mejías

Sin duda alguna, este poema de Federico García Lorca es uno de los más grandes de la literatura española. El poeta granadino lo dividió en cuatro partes: I. La cogida y la muerte. II. La sangre derramada. III. Cuerpo presente. IV. Alma ausente. Cuando la historia de la poesía abre sus páginas, esta elegía recita la lírica con una emoción, con un sentimiento, con una expresividad, con una verdad y con una sinceridad trágica, que llega a alcanzar la métrica de lo eterno en la misma metáfora de la fugacidad. Nadie como Lorca, Manrique y Hernández. Pero, sobre todo, ningún otro poema como este «Llanto por Ignacio Sánchez Mejías» en la universalidad de una métrica, que, por sí misma, define los secretos de la literatura: «A las cinco de la tarde / eran las cinco en punto de la tarde». ¿Qué inspiración hay que sentir y tener en esos instantes en los que el poeta deja de ser hombre para convertirse en dios eternizando el verso y la rima en la muerte de un torero? «A las cinco de la tarde. ¡Ay qué terribles cinco de la tarde! ¡Eran las cinco en todos los relojes! ¡Eran las cinco en sombra de la tarde!». Esa reiteración parece no serlo, porque el misterio, que solo tiene la función poética, ha sabido transformarla en un recurso que el poeta ha vertido en las lágrimas que preceden al llanto, cuando lo que se dice es igual a cómo se dice y a cuándo se dice en los versos de la tragedia, que acaece y sucede.

Era la tarde del 11 de agosto de 1934 en Manzanares. Ignacio Sánchez Mejías había reaparecido ese año. En la ciudad manchega sustituía a Domingo Ortega. Todo iba bien hasta que comenzó el tercio de muleta sentado en el estribo. Su oponente, un astado manso y astifino, le infirió una gravísima cogida en el muslo derecho. Se negó a ser intervenido y pidió que lo llevaran a Madrid. El traslado fue muy complicado, debido al estado de la carretera. Y, así, en la mañana del 13 de agosto murió como consecuencia de la gangrena «¡Que no quiero verla / dile a la luna que venga, / que no quiero ver la sangre/ de Ignacio sobre la arena». Ignacio Sánchez Mejías fue un personaje que bien pronto se convirtió en un referente excepcional, por su gran amor a la cultura y, en particular, a la literatura. De esta manera, surgen la amistad con Lorca, la pasión por las letras y por esa magia que la tauromaquia tiene más allá del ruedo. En julio de 2016, era Víctor Barrio el que moría en Teruel, cuando un toro de la ganadería de los Maños lo cogió cuando toreaba con la muleta. El sábado pasado, fue Iván Fandiño el que fue prendido por un astado de la ganadería de Baltasar Ibán en la plaza francesa de Aire Sur L'Adour. El doctor Poirier señaló que el diestro tenía el hígado reventado y la vena cava seccionada y que los daños en los pulmones, hígado y riñones eran irreversibles. La elegía de Lorca, de nuevo, en la sintaxis de los días trágicos de la historia del toreo, con ese dolor que hiela los corazones de los aficionados en la sentimentalidad de las horas que, imprevistas, se suceden. «La luna de par en par, / caballo de nubes quietas, / y la plaza gris del sueño / con sauces en las barreras. / ¡Que no quiero verla! / Que mi recuerdo se quema. / Avisad a los jazmines / con su blancura pequeña! / ¡Que no quiero verla!».

Ignacio Sánchez Mejías, Víctor Barrio e Iván Fandiño, en esos momentos en los que el verso se hace duelo en el rincón del alma para desafiar a la muerte, como ya hizo Manrique en sus estrofas de pie quebrado ante la pérdida de su padre. Pero sigue la vida con ese canto a la esperanza. Bergamín, los besos de Ava Gardner, el cine de Orson Welles y «Muerte en la tarde» de Ernest Hemingway. Para dejar la evidencia de que el arte de torear es música que «en el aire se aposenta». Pronto llegará el alba, con su luz borgeana, que nunca se apaga. Entonces, podremos labrar los recuerdos con la infinitud velazqueña para preguntar que dónde están los siglos y dónde, los sueños de un torero. «¡Qué gran torero en la plaza! / ¡Qué gran serrano en la sierra! / ¡Qué blando con las espigas! / ¡Qué duro con las espuelas! / ¡Qué tierno con el rocío! / ¡Qué deslumbrante en la feria! / Qué tremendo con las últimas banderillas de tiniebla». Ahora, vuelve el recuerdo como un verso que se asemeja al llanto en las rimas que fluyen y sueñan.

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