Tribuna

José ramón parra

Abogado

A propósito del corazón de las máquinas

Hay que dotar de personalidad jurídica a las máquinas, a los robots, cuando menos a aquellos capaces de tomar decisiones autónomas e inteligentes y de interactuar

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A propósito del corazón de las máquinas

Se llamaba Nino, y todos en el barrio coincidíamos en que tenía el corazón de lata, porque con el tiragomas que siempre le colgaba del cinto espantaba sin piedad, a pedradas, a todo bicho viviente, domesticado o no, que merodeaba a su alrededor. A pesar de esa fría víscera de metal, como cualquier persona, Nino contaba con obligaciones y le correspondían derechos, por mucho que él interpretase las unas y los otros a su torcido interés.

Luego, cuando lo perdí de vista, ya en Granada, aprendí que una ficción jurídica otorgaba ese mismo estatus a ciertas compañías mercantiles: las sociedades, para las que el Derecho reservaba el adjetivo de jurídicas. Las personas jurídicas, de este modo, se sumaban al elenco de sujetos susceptibles de ser titulares de obligaciones y derechos. Aunque claro, la ficción requería de la mano humana que las había creado para permitir que estos seres nacidos del artificio pudieran intervenir en el mercado. Así descubrí lo que era un administrador social o una junta de socios, y comencé a ganarme la vida.

Pero al igual que el hombre, el Derecho puede tropezar, pero lo que nunca hace es detenerse. Sigue y sigue. Y me planteo con curiosidad si no tendré que sumar a la relación apuntada una tercera suerte de sujeto jurídico: las personas electrónicas. Desde el monstruo de Frankenstein creado por Mary Shelley al mito clásico de Pigmalión, pasando por el Golem de Praga o el robot de Karel Capek -que fue quien, inspirado por el hermano, acuñó realmente el término que ahora utilizamos-, los seres humanos hemos fantaseado con la posibilidad de remedar la vida humana a base de engranajes metálicos, fusibles o modernos microchips. Pero nunca como ahora, con el desarrollo de la inteligencia artificial, la humanidad ha estado tan cerca de poder llevarlo a cabo, hasta el punto que no es de alunados afirmar que la revolución robótica va a tensar las costuras del mundo que conocemos. Si será para mejor o para peor, dependerá de cómo el Hombre afronte este nuevo periodo.

La modernidad que aventuro puede generar cotas de prosperidad inimaginables, maximizando la eficiencia y el ahorro, no solo en la producción y el comercio, sino también en ámbitos como el transporte, la asistencia sanitaria, la educación y la agricultura, evitando que los seres humanos se expongan a condiciones peligrosas o insalubres, pero no cabe duda que, como el envés de la moneda, al mismo tiempo este desarrollo provocará una relegación de la mano de obra humana, que se verá sustituida por robots, así como una clara deslocalización de la prestación de estos servicios, modificando el concepto de ciudad que hasta ahora conocemos. Si lo relevante es el producto o el servicio que lo genera, y éste se presta de forma eficiente por máquinas, no importará tanto dónde se encuentren, sino la calidad y eficacia de las mismas, pudiéndose encontrar perfectamente ubicadas a miles de kilómetros de distancia, en un tranquilo pueblo habitado por cien personas y quinientos robots.

Con ello, quizá, se podrá paliar la despoblación del campo, aligerando a la vez la presión demográfica de las grandes ciudades, pero, descontrolada, esa circunstancia afectará a la riqueza de los países, que temblará por la deslocalización, a la financiación de su estado de bienestar, por la reducción de los cotizantes, y el modo de vida de los ciudadanos que de alguna manera habrán de ganarse el pan.

Por eso estoy convencido de que hay que dotar de personalidad jurídica a las máquinas, a los robots, cuando menos a aquellos capaces de tomar decisiones autónomas e inteligentes, o interactuar de forma independiente, para que de esta forma puedan ser sujetos de obligaciones, responsabilidades y derechos. Y es que, cuanto más autónomos sean los robots, menos se los podrá considerar como simples instrumentos en manos de los hombres.Me reafirmo en la convicción de que lo que realmente nos distingue de los animales es la conciencia de nuestra propia muerte, del padecimiento, y por eso, mientras nos deslizamos, lenta e inexorablemente, hasta el punto en que una máquina pueda confundirse con nosotros, siendo consciente de su propia existencia, no nos cabe otra que atajar los acontecimientos y darles una regulación adecuada, comenzando por reconocerlos en Derecho como personas. Electrónicas, sí, y con el corazón de lata, pero en definitiva personas.

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