Ansia viva

Óscar Lezameta

olezameta@huelvainformacion.es

Buen viaje, buena gente

Miguel Naveros fue tan peculiar como el tiempo le ha convertido a uno mismo; tal vez por eso no le olvidaré

Ya sé que estas cosas no suelen empezar así, que cuando alguien nos deja, la más elemental de las cortesías para con el finado indica que se deben reconocer sus virtudes, pero tengo que empezar con la confesión, que a pocos que me conocen les extrañará, de que a Miguel Naveros tuve en muchas ocasiones la tentación de retorcerle el pescuezo. En cualquiera de los casos, pertenece a mi vida profesional de una manera que ni él mismo puede suponer, ni yo imaginar. Comenzaba a dar mis primeros pasos en este negocio. Llegué a La Voz de Almería y una de las primeras cosas en las que reparé fue en una pantalla de las de antes, de quintal y medio, de la que sobresalían unos pelos desordenados en una calva poco disimulada y una enorme columna de humo. Después salió un señor desvencijado a propósito que sostenía una pipa de la que no se separaba ni dos minutos y que ayudaba a que el humo de ese lugar donde todavía se fumaba, adquiriera una consistencia casi londinense, a pesar de que él fuera más parisino que otra cosa. Entre las descargas de unos archivadores metálicos que casi nos dejaron tiesos a más de uno y antes de pasar a unas instalaciones mejores pero menos entrañables, conocí a una panda de locos con los que, contra todo pronóstico, sigo en buen contacto.

Supongo que son cosas inevitables que el paso de los años apenas cura, pero la verdad es que cuando marchas lejos de un sitio en el que has vivido tanto como Almería es para mí, te revienta que esas personas que forman parte de tus andanzas se vayan quedando al margen.

A Miguel le debo que me ayudara a entender la pasión por un trabajo que todavía, a pesar de los disparates de jornadas y de horas, continúo ejerciendo y disfrutando. Como comencé, a veces tenías la tentación de mandarle a un sitio innoble, cuando buscabas en un cigarrillo una parada para mirar cómo el humo ascendía hasta el techo y llegaba Miguel para hablar de Yeats, o del último libro de alguien que te sonaba a eslovaco, había leído, o del Atlético de Madrid, a quien deseabas todos los males, o a que había leído no sé qué, no sé dónde. Me costará olvidar esa tarde cuando, ya en las nuevas dependencias, se bajó al híper de abajo y se trajo una bolsa de carne picada que comió cruda. Obviamente salimos todos a comer espantados a pesar de que no era hora. Sencillamente me costará olvidar a alguien tan peculiar como Miguel Naveros y su despedida habitual: "buenas noches, buena gente".

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