Ansia viva

Óscar Lezameta

olezameta@huelvainformacion.es

Sobrevivir a Urgencias (ii)

El personal que acude al hospital tiene buena culpa del colapso del servicio de urgencias, todo un universo

Algún día me van a decir algo, pero por ahora me voy librando. Tengo la costumbre de ir ennortao allá por donde paso, mirando sobre todo al personal que me rodea, en un intento -vano- por descubrir cómo somos, por qué actuamos de esa manera y saber por dónde me va a llegar el siguiente golpe. Tendrán que reconocer que nueve horas en las Urgencias del Juan Ramón, dan para un tratado de fisonomía. No sé si saben -espero que no- el mecanismo que le lleva a uno a ese universo paralelo que son semejantes dependencias. Perdí mi virginidad el otro día, así que les cuento la visión del novato. Con los papeles en la mano, se llega al departamento de Admisión. Allí, casi ni te miran, les es igual cómo estés. La siguiente estación es la clave: Clasificación. Tampoco te miran pero me di cuenta de que la estrategia para permanecer poco tiempo es dar pena. Se trata de causar la mayor congoja a una enfermera que se las sabe todas y con la que metí la pata. Le expliqué que mi médico consideraba que podía tener el esófago obstruido. "¿Ha vomitado?" me preguntó. Ante mi negativa y siempre sentada delante de un ordenador, me dijo: "entonces no tiene nada ahí". Y acertó, oyes.

Su pertinaz resistencia dio como fruto que me clasificaran como 3C, que debe ser de lo menos grave que se despacha por ahí. Me di cuenta de que los 3íbamos en una fila distinta que los 4 y los C estábamos casi para cuando cerraran. Bueno, la verdad es que no me di cuenta; me lo contó un muchacho del que, dos horas después de llegar, me percaté de su presencia y de su importancia, ya que la gente acudía a él para que les arrojara un tímido rayo de esperanza y les dijera qué mes del año iban a atenderles. "Te quedan tres, así que una hora más". Menúa eficacia. Lo clavó.

En mi persistente observancia del mal ajeno, me encontré con el tipo ideal para esas situaciones. Era como un castillo y su gesto era como el de aquel que ha estado allí más veces. Estaba sentado en una silla de ruedas, con dos de sus familiares a su alrededor. No sé qué tenía, pero la señora de la guadaña debía rondarle cerca. Pantalones cortos y una mano enorme le sujetaban la cabeza. Le llamaron antes que a mí -seguro que era un 4 el tío- y fue trasladado en su carrito por los pasillos hasta la consulta del médico. Apenas media hora después salió con el mismo gesto compungido. Se cerró la puerta detrás de él, avanzó con su silla unos metros, se levantó y, milagro, salió casi corriendo del hospital. ¿A ver si va a ser que por gente como él esperé yo tanto? Cuídese mamoncete.

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