Toros

Dulce sinfonía bajo la lluvia

  • José María Manzanares corta dos orejas al sexto toro · Impresentable corrida de Juan Pedro Domecq, con un quinto anovillado, muy protestado · Ponce y Castella, sin trofeos, en tarde de fuerte viento

corrida de toros

GANADERÍA: Cinco toros de Juan Pedro Domecq y un sobrero de Parladé –mismo encaste–, en cuarto lugar. En su conjunto, de impresentable trapío, sin poder y nobles. Bronca en el arrastre al cuarto.TOREROS: Enrique Ponce, de tabaco y oro. Casi entera (saludos). En el cuarto, estocada (silencio). Sebastián Castella, de negro y azabache. Estocada y tres descabellos (silencio). En el quinto, pinchazo y estocada (saludos). José María Manzanares, de azul y oro. Pinchazo y estocada (silencio). En el sexto, estocada (dos orejas). Incidencias: Real Maestranza de Sevilla. Lunes 7 de abril de 2008. Decimosegunda del abono. No hay billetes. En cuadrillas destacaron Curro Molina, que saludó en banderillas en el segundo, y el picador José Antonio Barroso en el sexto. Fuerte viento que molestó enormemente a los toreros en la lidia y lluvia en el sexto.

La salida de la cabra con cuernos que hizo quinto convirtió la Maestranza en un polvorín. Increíblemente, Castella brindó su supuesta faena y los ánimos se apaciguaron. Y saltó el sexto, un animal de escaso trapío y muy noble. Al poco se abrieron las compuertas del cielo. Miraba a las nubes José María Manzanares antes de los lances de recibo. Luego, entre el telón de agua, el alicantino se explayó en una faena muy expresiva, una dulce sinfonía de toreo bajo la lluvia, acompañada por el tintineo de los goterones en los paraguas. Tomó la batuta de manera muy distinta a la de sus compañeros, por el centro del estaquillador y dirigió de frente, dando el medio pecho al toro. Los muletazos iniciales, con armonía, con sutil gracia mediterránea a orillas del Guadalquivir, se cerraron en una trincherilla inconmensurable. Descendió la intensidad en otra tanda por ese pitón. Por la izquierda, muletazos de gran calidad con la lluvia arreciando. No se escuchaban palmas, pues las manos estaban ocupadas en sujetar los paraguas. Pero crujían los oles ¡Ole, ole, ole! Cuando tomó de nuevo la derecha cayó agua con rabia. Manzanares en ese momento estaba transportado, sacando un sonido aquí y otro allá, un muletazo de mano baja con la diestra, con mando, o un pase de pecho profundo, cuando no un cambio de mano deslumbrante. Circular invertido. Y como propina, toreo parsimonioso por la cara, con adornos de altura. Cuando caminaba hacia las tablas para coger la espada, el amarillo albero se había transmutado en una graciosa tarta color de caramelo. Dulce como caramelo había sido una faena musical coronada con una estocada y premiada con las dos orejas. Miró de nuevo al cielo Manzanares. No era por la lluvia. Quién sabe. Quizás le preguntaba a su tío Manuel Samper, fallecido recientemente y por el que lucía crespón negro en el brazo izquierdo, si le había gustado la faena. Quizás le preguntaba al fiel mozo de espadas de su padre –el maestro retirado Manzanares–, si éste es el camino que debe seguir para alcanzar los sonidos insondables del arte del toreo. Seguramente le respondería que sí. Al menos, al público, le encantó. Estocada. Y aunque los paraguas tapaban los pañuelos, la petición de trofeos fue unánime.

El viento y una corrida impresentable de Juan Pedro Domecq fueron el contrapunto de un espectáculo que oscilaba locamente, como muletas y capotes ante el viento, con un público muy distinto y con menores exigencias al de la preferia.

Manzanares tuvo que lidiar a su primero de las rayas hacia adentro, cuando arreciaba un fuerte vendaval. Apenas cosechó palmas en una tanda con la diestra con un toro que resultó muy soso.

Enrique Ponce lidió un primer astado anovillado, que fue protestado por ello, y que era almíbar puro, pero sin poder alguno. En los tercios, descubierto con peligro por el viento, estuvo entonado y fue protestado, una vez más, por el abuso del pico.

El cuarto, un inválido, fue devuelto. Saltó otro animalito sin fuerzas, que perdió las manos. Hubo protestas. La presidenta, que un día más estuvo desacertada, cambió el tercio de varas con un simple picotazo. La bronca fue sonora, pero no hizo mella en María Isabel Moreno, que aprobó un encierro de Juan Pedro Domecq impropio para la plaza de Sevilla. Ponce, ante los gritos de ¡Fraude! y ¡Estafadores! cortó por lo sano. El valenciano, máxima figura del toreo, dio ayer un petardo de órdago al venir a la Maestranza con esa porquería de ganado. Un petardo con permiso de la autoridad y de la empresa, cuyos veedores deben buscar un toro acorde con la categoría de la plaza.

Sebastián Castella, con más voluntad que acierto, se empeñó en torear en los medios, cuando Eolo se asomó para sumarse a la lidia de un segundo animal sin poder alguno, con el que se realizó un paripé en el tercio de varas. El francés aguantó coladas y coladas. No hubo toreo ni podía haberlo en esos terrenos.

El quinto, una cabra que ni se tapaba con la cara, con el mismo trapío que los novillos que sueltan a los chavales en las becerradas nocturnas de julio en la Maestranza. El público de Sevilla, siempre respetuoso, perdió la paciencia. Primero, palmas de tango. Luego, algunas protestas. De nuevo, la presidenta pasó. Sin estar preparado el picador, el torete derribó a la cabalgadura. Eso sirvió para que los ánimos se enfriaran. No hubo otra entrada al caballo. Castella brindó su labor. Pase por la espalda en los medios. Con la izquierda, un par de muletazos templados y dos trincherillas graciosas. Sonó la música como si allí estuviéramos ante la grandeza de la Fiesta, con el toro-toro. Luego, derechazos, un arrimón, un circular invertido. Como si nada importara el trapío, aquí paz y después gloria. Únicamente el grito sarcástico de ¡Indulto!. Un pinchazo antes de la estocada frenó a otros entusiastas que habían jaleado parte de la faena.

La lluvia y la dulce sinfonía que Manzanares sacó al sexto no nos hace olvidar que los becerros en esta plaza, como las bicicletas, deben ser para el verano.

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