Toros

Ferrera, con una obra maestra, evidencia su gran momento

  • Ferrera muestra su ingenio para cuajar al toro menos malo de la corrida y corta una oreja de mucho peso en Las Ventas

El olimpo del toreo tiene un nuevo huésped. Antonio Ferrera demostró en Madrid, como ya hiciera en Sevilla, que el año y medio que ha estado fuera de los ruedos por una grave lesión en el brazo derecho le ha servido para volver convertido en un auténtico catedrático en tauromaquia. Porque es imposible estar mejor de lo que estuvo. Simplemente perfecto. Con la técnica por bandera, Ferrera logró torear de maravilla al quinto toro de una muy desigual corrida de Las Ramblas, tanto de edades, como de hechuras, caras, remates y comportamientos.

Fue este astado, quizás, el menos malo del envío, también porque Ferrera lo entendió de cabo a rabo, dándole las pausas necesarias para afianzarlo, y, lo más importante, cogiéndole la altura perfecta para que el animal, que tuvo el defecto de no humillar, pareciera por momentos que hasta descolgaba en las inmaculadas telas del balear, que ya había empezado a calentar el ambiente con los palos.

Ese fue el secreto de la faena, iniciada al más puro estilo cordobesista, es decir, andándole hacia los medios, pasándolo sin mirar, sin darse importancia, y rematando en la misma boca de riego con uno de la firma. Cumbre. Efervescencia en los tendidos, que vibraron, y de qué manera, cuando Ferrera comenzó a torearlo por el derecho con un desmayo, un gusto y una torería extraordinaria.

Pero la faena rompió de verdad tras una soberbia tanda al natural de mucho temple y pulso, hondura y compás, y todo llevándole una cuarta más abajo de la media altura. Ahí estuvo la clave. En esa difícil facilidad con la que se le vio ante un astado por el que nadie hubiera apostado un duro y al que consiguió cuajar de "pe a pa" en una labor de ritmo creciente.

Un final de pintureros y aromáticos remates, un estoconazo arriba del que salió el toro sin puntilla, y la plaza se tiñó de blanco en demanda del doble trofeo, que el usía debió de atender dado el nivel con el que se está jugando este San Isidro. Pero no. El premio quedó en singular. El enfado de la parroquia con él, para qué contar.

Pero más allá de las orejas, lo importante, sin duda, fue la dimensión de figura del toreo que ofreció Ferrera, que ya había dejado la miel en los labios en su primero, que se desfondó enseguida, y en el que lo más notorio fue el tercio de banderillas compartido con sus dos compañeros de cartel, que también hicieron lo propio en sus respectivos primeros toros.

Los mismos -Padilla y Escribano- que, a pesar de la ausencia de toros propicios, anduvieron también a buen nivel durante toda la tarde, cada uno con su estilo.

Padilla, que no le quedó otra que abreviar con el moribundo primero, fue un torbellino en el cuarto, al que recibió con hasta cinco largas de rodillas, banderilleó con mucha suficiencia y con el que se puso también de hinojos para iniciar la faena de muleta. Lástima que el toro decidiera tirar la toalla a las primeras de cambio y rehuir cualquier afrenta del jerezano. Ahí acabó todo.

Y Escribano mostró su versión más templada con su lote, tanto con el dromedario tercero, que se apagó pronto, como con el becerrote que hizo sexto, con el que se jugó el tipo en un apretado violín al quiebro y por los adentros, y al que toreó, por momentos, hasta muy bien. Pero el animal, que apuntó calidad, se vino abajo enseguida y la faena, irrefrenablemente, también.

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