Ahora nos toca vivir el órdago de la victimización, un recurso rudimentario de supervivencia, que refinó el populismo rampante como artilugio de uso sociológico en el siglo pasado dada su alta efectividad para activar la empatía y solidaridad emotiva de la gente, ya que confiere a la víctima cierto calor y deferencia social. Y es que una víctima es alguien que sufre un daño injusto o cuyos derechos se pisotean humillados por las elites poderosas, roles por los que, de una forma u otra, alguna vez pasamos todos. Por eso a casi todos nos conmueve una víctima. Excepto a los psicópatas. Es una emoción genuina, sana, cuando se siente ante un drama real, pero que se pervierte cuando se utiliza en clave política y solo para ganar apoyo frente a un adversario al que se etiqueta en algún clan de “los ellos” que atenta contra “los nosotros”: porque si no hay “un ellos”, no hay víctima. Ahí está el quid politiquero.

Su tecnificación mediática la ingenió la retórica nazi victimizando al pueblo alemán, frente a judíos y comunistas; y hoy la trampean otros nacionalismos, como el vasco, unos oprimidos por “los ellos hispanos”, o el catalán que cayeron del guindo con el “España-nos-roba” para reactivar, en tiempo de cosmopolitismo supranacional, un rancio resentimiento tribal con el proces.

Y a nivel individual, su mecanismo es tan sencillo como el de un botijo: basta adjetivar cualquier corruptela gestora o denuncia penal que afecte al politiquillo de turno como una injusta cacería política. Así lo fatigan desde la expresidenta Kitchner, auto victimizada ella por unos jueces ofuscados en no archivar ninguna de sus tropelías, hasta el expresidente Trump, quien se rasga la billetera cada día como mártir de viles denuncias y como redentor de unas huestes burdas y burladas, para exigirle apoyo ciego en su cruzada contra los “ellos de las elites” del sistema (a las que él mismo pertenece, por cierto). Se trata por tanto de un artificio defensivo que se suele desplegar en cuanto aparecen los primeros indicios serios de embrollos políticos o judiciales, para atribuir a malignos poderes, (siempre “ultras”, siempre los “ellos” del otro bando), el uso espurio de denuncias victimizantes con las que el pringado enardece peregrinaciones y plegarias masivas por el “no-te-vayas-todavía,-por-favor”. Y un apunte estadístico final: ningún victimizado de pacotilla, dimite: hay que echarlos. Siempre.

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