imaginario

José Antonio Santano

Pasadizos

REPOSABA en la quietud de la biblioteca. Lo había visto muchas veces en los montones de libros apilados sobre los anaqueles o la mesa del escritorio. Habitaba el silencio de la estancia con resignación de libro. Sin saber exactamente por qué le pareció que aquel libro era hijo del misterio, o al menos daba la impresión que así fuese por su título. La portada del libro le recordó al viejo profesor, que siempre fue un apasionado del juego de ajedrez. ¡Cuántas partidas vivió en los atardeceres de invierno, junto a la chimenea! ¡Inolvidables conversaciones de lo humano y divino al tiempo que el estratega ordenaba la jugada adecuada moviendo una torre o un alfil. Ahora, mirando aquel libro también halló su espíritu en los azules del rey y la reina, o en el rojo intenso de las nubes. Aquella sensación de sentirse acompañado se repetía con frecuencia; la soledad que siempre había sentido ya no era tal.

El libro había dormido un largo tiempo entre otros libros, sí, pero estaba dispuesto a remediar ese silencio. Lo cogió entre sus manos y se dispuso a leer de corrido, sin detenerse hasta concluir con la lectura de su última página. Y así fue. Leyó y leyó, sin parar pero sin angustia, dejándose llevar por la musicalidad de las palabras, por el vuelo de los adjetivos y adverbios que poblaban el papel, con el balanceo de los verbos bañando cada frase, con la serena elocuencia de los ensueños. La tardanza en la lectura del libro -ajena a su voluntad de hacerlo en su día, a poco de ser publicado- había merecido la pena, fue como si hubiera madurado en el tiempo que reposó en los estantes de la biblioteca. Acomodado en el sillón y recordando al viejo profesor leyó aquel libro de misteriosas historias. Realmente, y por mucho tiempo que pasase, el viejo profesor estaría siempre a su lado, y las formas, las maneras de sentir su presencia serían múltiples, pero evidentes. Por eso actuaba con mimetismo, repetía sus acciones con naturalidad. Los recuerdos, antes que apenarlo le produjeron el ánimo suficiente como para seguir viviendo, aun a pesar de su ausencia, porque en la lectura lo hallaba siempre, en la palabra y sus ensoñaciones. No hay nada mejor que la compañía de un buen libro, y pensó enseguida en el último que había tenido entre sus manos, tan sugerente en su título y contenido. Se sumergió en sus páginas y en todas halló corredores, galerías subterráneas, pasadizos de la ficción. Lo real e imaginario fluía por igual. Las palabras surgían de lo absoluto a la nada, se abismaban en los sueños de sus personajes: Barberillo, el torero; el hombre invisible; Mario, el actor; Turco, el perro; Juan Ortiz y Leticia; Pedro Vellido y Darío Tormes, y otros. En todos y cada uno de los relatos: la vida y la muerte como únicas verdades entre tanta miseria humana. Bien merece la pena adentrarse en cuerpo y alma en la onírica región de Pasadizos.

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