Entre las disquisiciones que sostienen el discurso educativo no queda atrás la que se aplica a discernir si la docencia, si enseñar, es una arte o una profesión. A favor de esto último está la evidencia de que el aprendizaje humano, además de capacidad o potencia universal de los sujetos, es un proceso complejo cuyo conocimiento dota de saberes específicos acreditados en la profesión de enseñar. Pero, asimismo, enseñar es un arte porque requiere cualidades personales, no ya innatas, propias de quien las tiene y difíciles de adquirir por quienes no cuentan con ellas. El salón de clases de la imagen parece dejarlo claro en su profusa decoración porque el saber, contra lo que suele pensarse, sí ocupa lugar, y la motivación que lo predispone y el entorno que lo auspicia. La profesión articula, entonces, situaciones educativas por las que lo que enseña desde fuera, desde el hacer del profesor, es aprendido desde dentro, con la disposición de los alumnos. El arte pone la magia para que ese trayecto no se interrumpa y alcance las redentoras fuentes del saber. Y el salón de clases presta el espacio para que profesión y arte se confabulen en el oficio principal de enseñar, en la estimulada voluntad de aprender. / Antonio Montero

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