La puerta

Luis Pérez Montoya

Cataluña y sus problemas

QUE torpes serÍamos si creyésemos que el problema de Cataluña es únicamente un problema de dos partidos como el PSOE y el PSC que no logran llegar a entenderse, o el de un conglomerado de gente y de partidos que en los últimos tiempos sólo se ha dedicado a ponerse micrófonos ocultos en los floreros para sacar una triste ventaja que les ayude a alcanzar o seguir manteniéndose en los brazos del poder.

Tan torpes como aquellos que compran bastante barato ese mensaje sabroso de algunos líderes que sostienen que a Cataluña le iría económicamente mucho mejor separada de España y sentada en la cola de los países que aguardan su turno para llamar a las puertas de una Unión Europea donde Alemania impone a sangre y a fuego la austeridad hasta que lleguen sus elecciones, o los que ven en el guiño mutuo de los gobiernos de España y Cataluña flexibilizando el objetivo de déficit a cambio de prolongar en el tiempo la consulta soberanista un clavo ardiendo al que agarrarse mientras pasa la tormenta.

Y más torpes aún que quienes disfrutan viendo en los telediarios como bajan de su olimpo algunos políticos de abolengo de aquella comunidad para sumirse en el fango de los casos de corrupción y hacer el paseíllo en dirección a los juzgados, demostrando ante las cámaras que son tan terrenales como el resto de los mortales que habitan en otras comunidades autónomas denostadas en sus discursos a cuenta de las ayudas y los subsidios.

Prácticamente imbéciles seriamos si todo esto sólo nos sirve para sacar nuestra tajada de tales abismos y diferencias sangrantes en un momento tan extraordinariamente difícil en el que la gente de la calle lo que espera es que se estrechen las relaciones, que seamos capaces de trabajar juntos y que todos los problemas que les ahogan (incluida la difícil relación entre España y sus Comunidades) nos hagan razonar, pasados treinta años, sobre lo que han sido nuestras vidas, hasta donde hemos llegado con el modelo que no dimos para superar las diferencias y hasta donde estamos dispuestos a ceder para llegar todos juntos a un futuro que, imaginamos, debe estar ahí aguardando a nuestros hijos. Porque no va a servirnos de nada sentirnos mejor con el mal de los otros. El consuelo de los tontos no alcanza más que para una sonrisa ignorante. Una felicidad momentánea que no servirá para librarnos de nuestros problemas ni de la culpa por tanta torpeza.

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