EL pasado domingo escribía Paco Gregorio un artículo de opinión sobre Santiago, un pequeño que no pudo conciliar el sueño la noche previa al encuentro entre la UDA y el Madrid (lamentable lo sucedido en zona mixta, y no sólo por el episodio de las camisetas), debido a la ilusión por ver a sus ídolos. La ilusión de un niño es una de las fuerzas más potentes que existen, capaz de cuestionar si los Reyes Magos no están en Colonia o de afirmar que el Ratón Pérez es capaz de viajar a una velocidad superior a la de la luz. El sábado lo pasé junto a mi primo Álex, de siete años, que disfruta del fútbol en el Poli Aguadulce. El ritual del pequeño ilusiona tanto al protagonista como a los que lo rodean. Se levanta temprano, se calza las espinilleras, medias, pantalones, camiseta y botas.
Después de vestirse, toca el viaje desde la capital a Dalías (mi reconocimiento a todos los familiares que gastan, aprovechan, horas de su vida por los pequeños). Entonces, se produce uno de los momentos más bonitos de la mañana: el reencuentro con los amigos del equipo. Da igual que el coche vaya en marcha, que toca bajarse y saludar a los colegas, prueba que uno de los beneficios del deporte: los amigos que se hacen. Después comienza el partido. No importa que los contrarios te saquen dos años, que seas penúltimo en la tabla o que vayas 5-0, el objetivo sigue siendo disfrutar, animar a tu compañero e intentar anotar algún gol que te haya el rey del patio del colegio durante la semana. Eso sí, como buen futbolista, da igual que tengas 30 o siete años, que una derrota te deja hundido durante el trayecto a casa. Y si a esa ilusión y disfrute del deporte, le añades que con siete primaveras corres una carrera en menos de cinco minutos el kilómetro, pues la alegría es completa. Me quito el sombrero, Dani.
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