De reojo

José María Requena

Nóbel al juglar

CUANDO Alfred Nobel, magnate de la dinamita, testó en 1895 que se laureara a las personas que hubieren aportado grandes beneficios a la humanidad por su labor sobresaliente en alguno de los cinco campos seleccionados, ya dispuso, escueta pero significativamente, que el premio de literatura se concediera a quien hubiere producido una obra destacada por la nobleza de sus ideales. Para ello, los miembros del Comité preseleccionan 200 autores, cuyo sucesivo descarte se refleja en unas actas que tienen carácter secreto durante 50 años, que será cuando se vea -quien pueda verlo-, los intríngulis que justifican la concesión del Premio Nobel de literatura en 2.016 a Bob Dylan. Hasta entonces habrá muchos, como quien suscribe, que lo tomen como una decisión iconoclasta, arriesgada, rompedora pero que al cabo honra, creo, el ideal del fundador del galardón, a despecho de ortodoxias y rutinas académicas. Un premio que además, revitaliza el ancestral origen fabulador, armónico y recitador de la poesía y su inefable apego a la versatilidad en boca de quien la recrea, emocionadamente, vistiéndola con los inconfundibles gestos y modulaciones de voz de cada artífice, como han hecho todo tipo de bardos y juglares, desde griegos, celtas, árabes y, hoy, en la música de autor, entre otras expresiones artísticas. En una génesis, y naturaleza, que no escapó a la refinada sensibilidad de María Moliner, quien acogió en su diccionario a la poesía como «un género literario exquisito; por la materia, que es el aspecto bello o emotivo de las cosas; por la forma de expresión, basada en imágenes extraídas de sutiles relaciones descubiertas por la imaginación, y por el lenguaje, a la vez sugestivo y musical, generalmente sometido a la disciplina del verso». Nada que ver con las acepciones de la RAE. Un concepto que enlaza también con esa percepción personal de que es imposible atrapar el duende de un poema, mucho menos al genio lírico, si el verso embestido no invita, no obliga, a ser leido en voz alta, al menos, susurrada, acompasada, eurítmicamente. Y justamente eso, la yuxtaposición y cópula entre poesía y música, en nexo inaprensible de una estética milagrosa, de manifestación de la belleza, es lo que propone Dylan -caótico discípulo de Whitman-, un experimentador de la trova que nos interpela además de con la metáfora hechicera, con el magnetismo de la voz. Como esos otros Serrat, o Sabina, o…

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