LOS niños, en su infinita inocencia, siempre han sido los mejores poniendo en práctica uno de esos rasgos del ser humano que lo diferencian del resto de seres vivos: la capacidad para burlarse del prójimo. Algunos de los casos más sangrantes se han dado en las competiciones deportivas de los patios, hasta el punto de aparecer, como antítesis a la rotunda sentencia hay que saber perder, la resignada, rabiosa y, aparentemente sensata, también hay que saber ganar. Como esos niños nacen, crecen y se reproducen, la cosa se convierte, ya de adultos, en una característica difícil de evitar y la sabiduría que dan los años no hace más que convencer al burlón de que la dignidad del burlado es una pose ante la evidencia de su miserable derrota. Lo bueno de que la vida sea como un péndulo es que todos podemos ser uno u otro según la ocasión. Aunque ganen siempre los mismos.

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