Almería

El tren de la costa

  • Para el verano, sin raíles, con la locomotora respetando un diseño antiguo al servicio de vecinos y visitantes

A las y media en punto a partir de las cinco de la tarde comienza a circular el tren de la costa. No es el AVE, tampoco el Orient-Expréss, y, sin embargo, hace su menester de andar por casa, de cercanías: Mojácar-Garrucha, ida y vuelta, en una hora de atractivo recorrido. No hay andenes ni taquillas, el apeadero es la acera, el conductor es, además, cobrador e inspector. De venta anticipada ni se diga, electrónica menos. Es solamente un tren de verano, sin raíles, con la locomotora diseñada a la antigua, aunque debajo de la carcasa alberga un motor de combustible petrolífero.

El origen de trayecto es la zona de los hoteles de Marina de la Torre. El destino: pasarlo bien, disfrutar del paisaje a la temeraria velocidad de 20 kilómetros a la hora para desesperación de los vehículos a la cola. Para los viajeros es un goce sentir la brisa marina, el vuelo de las gaviotas, sin prisa, sin preocupaciones como, un poner, la de dónde aparcar el mal-di-to-co-che. Saludar a los viandantes es otro divertimento recíproco: los ocupantes del tren cumplen el rito del ¡hola!, ¡adiós!, mientras los caminantes gesticulan un saludo o dan una voz al distanciarse el neumáticocarril unos metros.

Los pu-ñe-te-ros-re-sal-tos asemejan el deslizar del tren a una carrera de obstáculos. Los niños aplauden a cada bote, los mayores se llevan las manos a la cintura, nada, cosa de huesos, se componen y descomponen de salto en salto. Marina de la Torre a la izquierda, la costa a la derecha, el neumáticocarril es un espléndido balcón. Alumnos de una escuelita de vela se afanan en poner la embarcación hacia donde sopla el viento, por momentos parece inminente el vuelco pero la orza ayuda a enderezar el asunto. Los viajeros, atentos a la maniobra marítima, respiran hondo.

Por entre la calima del calor de poniente se adivina Garrucha guardada por el castillo de Jesús Nazareno en cuyos intramuros se halla Nautarum, el Museo del Mar. Justo al lado, Capitanía Marítima coronada la torre del edificio con un faro de luz inmóvil y confundido por los de tierra adentro con el verdadero faro de indicación a los navegantes ubicado cercanamente a la imagen de la Virgen del Carmen. Los turistas disparan las cámaras fotográficas. Es obligado aprovechar los momentos de escasa velocidad, casi parado el tren, para evitar las horrorosas fotografías movidas.

Ya en los adentros de Garrucha, la fachada del Ayuntamiento es un ascua de luz, una postal nocturna de indudable belleza. A partir del Consistorio, el Malecón a la orilla del puerto pesquero. La Lonja cerrada una vez cumplida su función. Los barcos se mecen con las habaneras de las olas. El paseo es un ir y venir de gente, se nota a la legua quién pasa las vacaciones, mismamente como se sabe la garruchera con el cochecito de la criatura dándole al abanico por espantar al aire calenturiento. Los bares y restaurantes del Paseo de Garrucha están, casi todos, en la acera de la izquierda según se entra a la localidad desde Mojácar; en la acera de enfrente, la del Paseo propiamente dicho, se colocan las mesas y las sillas. El resultado es un vistoso trasiego de camareros con el brazo suspendido a pulso y la bandeja sostenida en la mano cruzando de una acera a otra por en medio del tráfico. Nada, sin problema alguno, aunque de cuando en cuando es inevitable el susto.

Tres peldaños por encima, el mercadillo. El tren de la costa se detiene. La mayoría de los viajeros pone pie en tierra. Se quedan en Garrucha bajo compromiso de ser recogidos en el próximo viaje para la vuelta al lugar de origen: los hoteles de Marina de la Torre, en Mojácar. Suena la campana repetidamente, el tren se pierde de vista más o menos por dónde el acceso al puerto comercial. Allí da la vuelta, de nuevo desandará el camino andado y así hasta el final del verano.

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