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Tribuna

Manuel Bustos Rodríguez

Otra vuelta de tuerca más

Otra vuelta de tuerca más

Otra vuelta de tuerca más / rosell

Hace años aparecía un pequeño libro coordinado por el historiador italiano Carlo María Cipolla, La decadencia económica de los imperios, donde desde la óptica que sugiere el título, se hacía un repaso sobre los procesos que habían conducido a la crisis y caída de sólidos imperios como Roma, Bizancio, el Imperio Otomano, Holanda o España. De la obra se desprendía la idea de que, tras un período generalmente largo de esplendor y apogeo, los imperios entraban en decadencia, algunos desaparecían y otros dejaban de ser lo que habían sido en sus años de esplendor. Pero, lejos de tratarse de algo inevitable, en todos y cada uno de los casos existían causas concretas de sus respectivas crisis y posterior hundimiento.

Decir que Occidente, más que un imperio una civilización, ha entrado en una profunda decadencia, no resulta nada original. Son cada vez mayor número de personas las que lo sostienen; yo entre ellos. Las esperanzas que se alumbraron con la unión de una parte de Europa en la Comunidad Económica, más tarde con la caída del Muro en 1989, se han ido desvaneciendo progresivamente, y ahora nos encontramos en un momento crítico en que la heredera de aquella, la Unión Europea, no da pasos significativos hacia una mayor cohesión; al contrario, se vislumbran signos claros de fragmentación y rechazo. Por lo que respecta a la Europa del Este, el choque entre Rusia y Occidente en la guerra de Ucrania amenaza una estabilidad siempre frágil y, junto a los enfrentamientos en el Próximo Oriente, deja cada vez más abierta la puerta a un desastre nuclear.

En medio de estos acontecimientos están presentes, nada nuevo bajo el Sol, las ansias de dominio, el control de productos esenciales, las diferencias ideológicas o la descarga de tensiones internas. Sin embargo, en el caso de Europa y del Occidente en general, la causa de su crisis no está solo en los agentes externos, como los arriba enunciados, sino en otros, muy poderosos, quizás peores, de índole interna.

En nuestro caso, los enemigos no son, como fue en parte en la antigua Roma, los pueblos bárbaros situados al Este del Imperio, sino los bárbaros surgidos en el interior de la mano de los revolucionarios cambios sociales, que en nombre de una pretendida tolerancia, autonomía y progreso, promueven programas de disolución del alma de nuestra cultura, la misma que ha constituido su mejor aportación al conjunto de la Humanidad. Aunque ya nada nos sorprenda, no deja por ello de resultarnos llamativo el obcecado afán de Occidente por autodestruirse.

La civilización que, a través de los siglos, ha sido capaz de elevar al ser humano hasta las cotas más altas de dignidad y creatividad (pensemos en la rica y, a la vez, refinada, producción literaria y artística, en el inusitado desarrollo tecnológico, la elaboración de unos derechos humanos fundamentales o en la capacidad para detectar tanto sus necesidades biológicas, psicológicas y materiales como espirituales), se nos presenta hoy desorientada, arrepentida y refractaria hacia todo aquello que le dio su ser, su originalidad, y fecundó a la vez otras culturas muy diferentes a la suya.

Predica tolerancia, democracia, igualdad, los derechos individuales; pero, al mismo tiempo, rechaza con severidad, injustamente, la otra vertiente indeleble de su ser: sus convicciones más profundas sobre la trascendencia, el necesario respeto a la ley divina y la ley natural (ambas de la mano) como inspiradoras de la conciencia y ordenadoras de la sociedad, sus grandes aportaciones a la Humanidad. Se recrea en su pecado, quizás porque no sabe ya lo que es, olvidando el origen de sus mejores logros. En España lo conocemos por experiencia propia.

¿Cómo si no es posible que en poco tiempo se haya decidido institucionalizar como un derecho la muerte de un ser humano en el arranque de su vida y de su propia historia personal? Sin duda, se trata de otra vuelta más de tuerca ¿Qué otros derechos se pueden invocar si negamos el más básico de todos, el derecho a vivir? Sin embargo, esto es lo que acaba de convertirse en legal en el Constitucional español, la Constitución francesa y la Unión Europea. Y es que, como tantas veces se ha recordado, si Dios no existe, todo es posible. No dude el lector que los próximos pasos serán la legalización de la pederastia, del incesto, la poligamia o de la prostitución infantil. Hay demasiados intereses en juego y la masa no tardará mucho en no hacerle remilgos.

Si realmente, con los inquietantes signos que se entrevén, no estamos ya al final de los tiempos o, al menos, de un cambio profundo de paradigma civilizacional, el futuro próximo no resultará nada halagüeño. ¿Acaso este proceso de deshumanización, que contiene a su vez otros elementos (el suicidio demográfico, la extensión de la ideología de género o la cultura de la muerte), no es un claro anuncio de que nuestra civilización ha entrado en barrena?

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