Almería

La ciencia más exacta

  • Ayer falleció a los 60 años el escritor y periodista Miguel Naveros

Naveros pasea con su compañero periodista y amigo Francisco Luque

Naveros pasea con su compañero periodista y amigo Francisco Luque / G.F.

¿A qué se dedicará ese hombre? Esta era la pregunta que nos hacíamos siempre los chavales del barrio al ver al escritor Miguel Naveros paseando a su Loco, perro al que amaba. Pasábamos las noches sentados en un banco del parque que hay frente a su casa, esa de color azul con ventanas grandes, preciosa, de la que solía salir fumando en pipa y con algún libro en la mano. Era difícil no observarlo. Su forma de vestir, de expresarse, tan bohemio y tranquilo cuando caminaba en soledad, hizo que lo viésemos como una persona muy misteriosa, indescifrable, como sacada de una novela de Dickens. Siempre fue fiel a sus rarezas y más cercano de lo que podía parecer a simple vista, como alguno de esos críos que veíamos pasar las horas desde aquel banco descubriríamos pocos años después.

Naveros nació en 1956 en Madrid, ciudad en la que pasó su infancia y parte de su juventud antes de instalarse en Almería en 1986, año en el que falleció su padre, también escritor. En la capital de España estudió en el Liceo Italiano, forjó su activismo político en aquellos difíciles tiempos de reuniones clandestinas en la Complutense y se empapó de las anécdotas de los artistas indalianos, entre muchos otros, en el número 21 del Paseo de Recoletos, en las poéticas tertulias en las que estuvo presente junto a conocidos colegas periodistas, escritores y artistas de diferentes ámbitos, en el sótano del Gran Café de Gijón. Madrid moldeó su mente, pero su alma siempre estuvo ligada al sur, a esta esquina de Andalucía que desde su niñez fue su paraíso perdido y principal fuente de inspiración para sus libros. Es autor de los poemarios Óxido en cuerpo (1986), Trifase (1988) y Futura Memoria (1998), así como de las novelas La ciudad del sol (1999), Al calor del día (2001), El malduque de la Luna (2006), con el que ganó el premio Fernando Quiñones, y los relatos La derrota de nunca acabar (2015), cuyas correcciones hacía en la terraza del Glow, cafetería en la que me contó gran parte de sus vivencias políticas, periodísticas y personales.

Sentarse a tomar un café con Miguel y escucharle era como doctorarse en historia. Fue corresponsal en España de la agencia de prensa soviética Novosti antes de la caída del comunismo, subdirector de La Voz de Almería y director del Instituto de Estudios Almerienses de 2007 a 2011. Un hombre entregado a cada cargo que desempeñó, a su trabajo, pero sin olvidar a su gente, a sus amigos y, sobre todo, a su familia, que regenta la Papelería Zebras en la plaza Balneario San Miguel, a pocos metros de su casa. Con su trayectoria literaria y periodística, Miguel ha contribuido al enriquecimiento cultural almeriense, motivo por el que hace poco más de un mes recibió la insignia de Andalucía en un Teatro Cervantes que le ovacionó tras un emotivo discurso, el último que dio en público.

Será difícil olvidar aquellos humeantes ratos en la puerta de la redacción, hablando de la vida y de fútbol, de su Atlético de Madrid, al que iba a ver al Metropolitano siendo un crío y al que rendía homenaje, ya siendo mayor, con una original corbata del gato Silvestre vestido con la elástica rojiblanca. Así era Miguel, una persona con tendencia a la extravagancia pero que nunca separó los pies de la tierra, aunque a veces su mente volara a otros lugares, a otros tiempos, cuando volvíamos a casa después de un duro cierre en el periódico un domingo cualquiera. En una de esas caminatas de regreso entonó durante varios minutos, con las manos en los bolsillos de su gabardina oscura, una canción soviética con la que me dijo adiós cuando nos separamos por el camino. Un cuarto de hora más tarde, me llamó por teléfono solo para decirme, con mucha naturalidad, que la literatura es la ciencia más exacta. Hoy entiendo lo que quiso decirme. Buen viaje, querido amigo.

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