Biblioteca serrana

Todo eso invita a mirar despacio en redondo con placer y cierta fe en la ‘res publica’

En el edificio contiguo, un proyecto de saxofonista tenor –puede que de orquesta; puede que de banda– hace sonar la nota do del grave al agudo, y luego ensaya una y otra vez una armonía fija con tres notas cuya secuencia mi oído no identifica. Aunque no está a la vista, se trata de un niño o un joven, como otro que toca la flauta dulce, acompasado por las manos que teclean en un piano la misma partitura que el flautista y, según voy descubriendo, del obstinado saxofón: al piano está el profesor. Como también vine a saber luego, son chicas y chicos: en esta tarde de no son muchos los alumnos asistentes al Conservatorio Elemental de Música sito en la calle peatonal, junto a una sucursal bancaria con cajero superviviente. En algún sitio en línea con mi oreja derecha, un grupo más nutrido de escolares solfea: “¡A callar ya, Juan!”, grita sin ira el maestro. Suena, no muy lejana, una campana en la parroquia. No toca a muerto. Ella también suena juvenil.

Es la hora de levantarse de la siesta, quien la eche. En la biblioteca se oye la música de instrumentos y voces, y también una percusión de balón en las paredes medianeras: los pequeños no saben de siesta si no es por imposición, y en esta localidad de la sierra se juega en la calle; dónde mejor que en la que está bendecida sin tráfico. Lo imagino sin ningún esfuerzo, en una breve ensoñación: “Niños, ¿habéis hecho los deberes?, ¿seguro? Pues ea, ¡a huir!”, parece que estuviera oyendo a mi madre o mis tías. Muchos pueblos entran en letargo de lunes a jueves a partir de las tres de la tarde, y ya son mayoría los comercios que no abren después de la media peonada matinal que culmina en un rápido aperitivo antes del almuerzo en casa: comer fuera entre semana es una cosa de gente de la capital. Hace un año que no disfruto de esta biblioteca, y ya no se depende de la inestable wifi típica de las dependencias públicas, tan recortadas de presupuesto fuera de las grandes urbes. Vengo aquí para disfrutar del silencio y embeberme en la pantalla. No disturban, sino agradan, los sonidos del conservatorio. Los gorriones se buscan y aparean en los patios de la manzana.

La amplia sala de lectura mantiene en sus dos niveles el orden en los anaqueles, e igualmente en las mesas y sillas de no menos de quince años y funcionalidad noventera: todo eso invita a mirar despacio en redondo con placer y cierta fe en la res publica. Se me representa como un templo laico de sencilla paz y alimento para la mente y el espíritu. Al llegar, charlé con voz queda unos gratos minutos con Monte, que simultanea con Conchi la gestión de un centro sito en un edificio histórico que, si no fuera público, serían apartamentos turísticos o puro muro y techumbre pidiendo ser apuntalados. La conversación ha finalizado con un regalo: “Cazalla de la Sierra: el país del aguardiente” (aquí nadie dice “anís”), de Salvador Jiménez Cubero, biólogo y paisano. Tras explicarle mis orígenes en el lugar, le referí a Monte, nombre cazallero donde los haya, antes María del Monte por fuerza, que estuve a punto de comprarle la antigua carpintería a su padre, cerca del casino y del ayuntamiento: identifiqué sin esfuerzo que era su hija por su apellido, tan español como, a su manera fonética, portugués e italiano (Falcao, Falcone). Años después, siento más lástima por no haber sustanciado aquel trato.

Yo había venido a la biblioteca para escribir para esta sección algo sobre el mundo rural y su “vaciamiento”. Y bueno, dentro del lirismo incontenido –no vinimos aquí a luchar contra nosotros–, algo de esa materia no poco económica llamada demografía ha quedado escrito. Un sueño de una España rellenada con niños y jóvenes cultivados y hacendosos. Que soplan escalas que llenan de energía los libros que quizá alguien leerá.

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