Análisis

Ramón Carlos Rodríguez García

Entrada a Jerusalén que no quiso ser triunfal

Comenzamos las celebraciones de la Semana Santa. Este domingo es un día precioso para aclamar al Señor. ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! Recordamos el instante en el que Jesús entró en Jerusalén montado en un asno, animal de la gente sencilla y trabajadora. No busca caballos que recuerden el belicismo humano y la violencia y opresión que conllevan. Es un Mesías extraño para cualquier época, demasiado pacífico y humilde. ¿Seremos capaces de reconocerle a lomos de esa “borriquita”? Su triunfo estallará en un amanecer inesperado, después de la muerte... de su asesinato. Este es el sentido de la lectura de la pasión en el domingo de Ramos. No hay victoria sin pasión. No hay Gloria sin crucifixión. Primero hay que entregar la vida. Isaías narra cómo el Siervo ofrece su espalda para que le golpeen y su rostro a quienes le escupen. No es un acto masoquista o insensato. El profeta lo transforma en diáfana oportunidad y aliento sempiterno para todos los abatidos de la historia. Dios no deja de estar con quienes sufren. El Hijo se ha despojado de su Gloria y ha compartido el drama de la tragedia humana. Salva a los seres humanos desde dentro, desde el corazón de nuestra derrota. Su muerte silenciosa sólo es rota por su clamor al Padre, en un contexto de abandono total. No dejemos que sea sólo el centurión quien al verlo morir proclame que era el Hijo de Dios. También nosotros creemos en Él y confiamos en Él. Vivamos la celebración con el ánimo encendido y sin perderle de vista. Pase lo que pase no dejemos de seguirle. Alimentémonos bien con su Palabra y con su Cuerpo, para no separarnos jamás de Él. Hagámoslo juntos, en comunidad. Son días santos, busquemos vivirlos santamente. En su amistad, en su compañía, en su cruz...en su Resurrección.

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