La capacidad de asombrarse, esa actitud básica para una vida sana y creativa, está hoy en franco deterioro. Acaso entiendan mejor este recelo si les cuento que alguna vez incorporé entre mis recreos adolescentes el juego de atrapar asombros, lo que me aficionó al traveseo como experiencia estética. Y desde ese buen regusto siento que con los sentidos saturados por tanto estímulo mediático o informático, la capacidad de observar y de dejarse seducir por el entorno, va menguando y no solo por la edad. Conocerán la anécdota del célebre violista (J. Bell) que una mañana se instaló con su violín en una estación de metro en Washington durante una hora, con atuendo informal y una gorrilla para monedas al pie. Pasaron ante él miles de personas agobiadas mientras interpretaba algunos temas gloriosos de música clásica y apenas logró que se detuvieran cinco o seis oyentes algún minuto y recolectar unos treinta dólares: cuando por cada butaca de un concierto suyo se pagan cientos. Alguno dirá, quizá con razón, que la belleza no deja de ser un constructo socio temporal, inspirado por fama de lo valioso y que por eso la misma música que impresiona en un palacio, pasa inadvertida en el metro. Y ahí quería llegar, a la decrepitud de la capacidad valorativa espontánea cuyo declive personal no depende solo del deterioro biológico: la pasividad inducida por la saturación reduplica su ocaso. Una pena, porque si la naturaleza ya de bebés nos dota de gran potencial de asombro, es porque ese es el mejor medio para aprender, con un vigor que se relega y mengua al crecer, sin percatarnos de que solo quien es capaz de asombrarse durante toda su vida y mantiene activo el interés por las pequeñas cosas, acaba saboreando la propia capacidad de asombro como una de las virtudes que alientan el bienestar, y como un medio sencillo y barato para disfrutar, no importa el momento ni el lugar donde nos hallemos. Algún analista, como A. Gramsci vincula la indiferencia vital y el desinterés social por participar y por ver, con la actitud que nos condena al lamento. Otros, como el lúcido Nuccio Ordine, flamante Premio Princesa de Asturias, pontifica sobre el asombro constante en que vive de D. Quijote, ávido de interés por quienes le rodean, como la virtud que le dio sentido a su vida. Lo entiendo y lo comparto: es toda una experiencia estética, observar y dejarse impresionar por lo que se observa, si es en singular, mejor.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios