Cuando nos ilusionaron con promesas esperanzadas de democracia y de libertad nadie nos advirtió de que el sistema podría acabar mangoneando hasta en los pliegues más recónditos de nuestra existencia. Basta con leer, ver u oír –el día no importa– cualquiera de los hipercorrectos medios de comunicación que nos adoctrinan, para descubrir muestras permanentes del actual huracán neopuritano. En nombre de un supuesto bien común, se multiplican las prohibiciones, se reprimen conductas, se tipifican nuevos y cada vez más abracadabrantes delitos, se coarta nuestro espacio individual de decisión y se nos niega, y hasta reprocha, esa mayoría de edad por la que tanto luchamos.

No hay, o casi, acto de nuestra vida que no esté convenientemente reglamentado. El político de hoy, a falta de ideas medulares, ha descubierto la pasión de imponer, negro sobre blanco y en diario oficial, su propia y tantas veces estrambótica visión de la convivencia, su particular canon de relaciones, su reinventada delimitación de lo bueno y de lo malo.

Ese ímpetu por reglar, que germina en todos los niveles del mando, si se tiene en cuenta, por ejemplo, que al Dios del Sinaí le fueron suficientes diez preceptos para ordenar el universo, supone un verdadero alarde de alunada y vana prodigalidad legislativa. Tampoco culpo en exceso a la oficialía. Estos subdirigentes, elegidos al calor de la manada y con mando omnímodo en plaza, no son sino fieles seguidores de una doctrina que hace furor en la ensoberbecida cúspide del poder. El Gobierno –cualquier gobierno, pero en especial éste que ahora nos pastorea– parece haber resuelto que somos demasiado idiotas para elegir y que a ellos les corresponde velar, con minuciosidad estomagante, por nuestra integridad, moralidad y seguridad.

¿Y saben lo peor? Que se lo permitimos, que nos estamos acostumbrando a la asfixia y que el totalitarismo que despunta no halla ningún obstáculo de rebeldía. Anestesiados o asustados, vamos entregando trocitos de libertad, legitimando extravagancias y tolerando mansamente que otros nos escriban el guion.

Tenemos que empezar a gritar –en ello estoy– que no era esto, que estamos hartos, que el derecho a equivocarnos nos pertenece y es indelegable, que nos sobran los tutores y que pueden ir metiéndose sus obsesiones, su paternalismo y sus fachoesferas por donde les quepan. Y además hacerlo rápido porque, si no reaccionamos ya, mañana será pavorosamente tarde.

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