Llega la fiesta más entrañable del año, la mitológica Navidad, la que avala los reencuentros añorados, las degustaciones y agasajos especiales predestinados a realzar la cercanía de quienes protagonizan nuestras pequeñas historias y de los seres queridos con quienes brindar, entregados, por la alegría que nos regalan con su presencia y amistad segura. Porque brindar juntos es eso, tender puentes de empatía, estrechar afectos saboreando a la vez el mismo sabor, aroma y deseo de salud o éxito, encarnado todo en ese chinchín jovial, que es la forma más bella de compromiso: pura alegoría de todos los amores conocidos. Y es que desde la antigüedad, el vino fue ya un distintivo del Olimpo que, junto a la música, tenían sus propias deidades, dionisiaca y apolínea, oficiantes en los banquetes deleitantes de los sentidos -menester favorito de los dioses- ya que afina el olfato con sus aromas saciantes, potencia la armonía del paladar que se rinde al gusto por los sabores frutales, amplía el llamear de las pupilas y juega entre el sonido del entrechocar melodioso de las copas en los brindis común, con la felicidad compartida en comunión. Por algo será que todas las cosmogonías supieron que el espíritu del vino favorecía la vida buena: y algo tendrá el caldo de uva cuando se convirtió en el símbolo del hermanamiento cristiano en la Última Cena y, desde entonces, hasta lo bendicen. Son sentires que me ha inspirado un buen amigo, José Antonio, cuando este año, al fin, colmó mi modesta despensa casera, con una generosa ración del vino cosechero de su bodega Ermita de Gatuna, un tempranillo mil por cien, que elabora con tanto mimo como maestría en la serranía de su Alhama almeriense, la de viñedos montuosos entre laderas inaccesibles que, como por milagro, enseñorean esa tierra bravía, regada con el sudor de sus lugareños, alzándose y verdeando la sierra, bajo el mismo sol que alumbra a la gente del mundo que ama la armonía. Una ración generosa de botellas para hermosear la mesa donosa donde se posan y colmar mi impaciencia festiva, alegrándome la agenda navideña. Dios le bendiga la gracia de su ocurrencia y me perdone a mí por la torpeza de no saber mejor modo de agradecerle la atención, que celebrar públicamente su amistad. Y rematar la faena con un brindis para él y su familia y con mis pacientes lectores, de quienes me despido hasta año próximo o por si acaso, hasta siempre. ¡Feliz Navidad!

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