Nadie se engañe: los fenómenos ocasionales, como los calores tempraneros o la secular sequía, a veces cíclica, siempre turbadora, no son los responsables del sombrío ánimo que parece adueñarse de amplios sectores sociales. La cosa tiene más que ver con el retronar vigoroso y por doquier, de nuevos vaticinios apocalípticos que, emulando a la mitológica Casandra troyana, presagian el inminente fin de la humanidad, tal como la conocemos: que vamos hacia una extinción o, con suerte, hacia algún tipo de transhumanismo poliédrico, en todo caso distópico e irreversible. A veces llegan entre las noticias mediáticas, y solo nos afecta a los enviciados en vivir informados, a rebufo de guerras existentes, como la de Rusia, o las inminentes, como la de China a cuenta de Taiwán, aderezadas entre migraciones imparables y crisis financieras inexplicables. Pero no se queda atrás la avalancha de libros que desde hace varias décadas, hurgan y despiezan con impiedad el espeluznante futuro que nos espera, según unos por la explosión demográfica o, dicen otros, por los riesgos virales, tecnológicos o nucleares y, según casi todos, a causa de megamenazas en forma de insostenibles desequilibrios capitalistas o climáticos que garantizan el colapso social y aún biológico de la humanidad, tal y como la conocemos. Se trata de un tipo de futurismo pesimista, además de pésimo, donde no cabe más ideología que la tecnológica, liderada por alguna Inteligencia Artificial, cebado sobre los excesos inherentes al progreso salvaje que se adueñó de la política mundial, castrando todo ideal de paliar abusos ni imponer sentido común y propagando una típica depresión postmoderna: imposible vivir informado y poder creer en el futuro. Quién no conoce a jóvenes que dudan o se niegan a traer hijos a un mundo sometido a esta marabunta agorera. Les confieso que hay días en que pienso que el único optimista que nos queda es P. Sánchez, que es una gloria oírlo prometiendo viviendas, empleos, sueldos o subsidios a gogó, sin más costo que darle el voto. Pero los que recelamos o no le creemos, nos toca convivir con las Casandras de cada día y centrarnos en mejorar lo único que podemos, que es a nosotros mismos, confiados en el poderío de la asombrosa capacidad de la especie y su legendaria fanfarronería agorera: si desde que Casandra atinó con la caída de Troya, ningún profeta más ha acertado en nada, algo de esperanza queda.

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