Ya en la Grecia clásica ya se teorizó sobre la idea del contrato social como pilar de la convivencia entre los humanos, que a través de leyes crean un orden artificial para evitar que, al decir de Hobbes, los integrantes de la comunidad se maten. Unas leyes que degeneran si se utilizan como meras herramientas de poder y carecen de esa legitimidad solo descifrable, según Bobbio, por su armonía con el sistema de valores éticos de un pueblo que les dé sentido. Por eso los juristas aludimos al fraude del derecho cuando estamos ante un acto que parece respetar la ley pero que se ejercita en otro objeto distinto al que tal ley pensó: sobrepasa y pierde la finalidad que, en su ámbito natural, le sería propia. El fraude paradigmático es el que deriva del engaño de quien promete algo a alguien para lograr su licencia pero luego hace lo contrario, que es lo propio del engaño. Porque vicia de nulidad lo consentido y justifica el reintegro del beneficio obtenido a través del dolo sobrevenido, que lo hace ilegítimo. Un principio basilar en el derecho privado por más que en el ámbito político aún no logre la relevancia que merece, solo por incultura democrática. Y es que, si un político ofrece una cosa y una vez votado hace otra, aquí nos resignamos y queda impune. En otras democracias, no. Una práctica que, acaso por mi (de)formación profesional, me indigna y justifica que proclame que no, que los votos otorgados a P. Sánchez se lograron en fraude no solo de sus votantes sino del conjunto de electores, porque afirmó, expresa, reiterada, concreta y públicamente, hasta el día 23-J, que nunca otorgaría una amnistía a los secesionistas y luego, el mismo día 24-J, deshonró su palabra y hoy, tramita una ley a la carta y al gusto de los amnistiados, que alardean de haberla redactado por y para ellos. Esto, además, entre otra panoplia de concesiones inconciliables con las promesas sobre las que se votó. Y es fraudulento, digo, porque en un estado de derecho no es legal que nadie aplique un programa, no ya inédito, sino contrario a lo que se aseguró. Y si como dice alguno hay que adaptarse a lo futurible, pues que haga como hizo Felipe con la OTAN: que convoque un referéndum. O que volvamos a votar todos pero con las cartas encima de la mesa: amnistía, lawfare, privilegios fiscales, etc. Mientras tanto, su investidura carece de legitimidad de origen, porque su “contrato” sociopolítico, es nulo: está viciado por el engaño.

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