Enseña la historia del derecho, que solo los usos que mejor resolvían los conflictos tribales se codificaban como leyes, una tarea paciente en la que prevaleció la tradición escrita sobre la oral, implantando rituales y formularios para dispensar la justicia del día a día. Un ámbito al que, hace ya décadas, también llegó el uso de una informática cada día más imperativa que si en un primer momento ayudó al jurisperito con funciones valiosas como seleccionar jurisprudencia y doctrina o revisar casuísticas exitosas para tomar decisiones procesales, luego los vertiginosos avances tecnológicos, que cursan imparables, están acarreando una revolución tanto en el ejercicio de la abogacía como en el de administrar justicia. Una convulsión que llega entre tecnologías como la GPT-4, que pone al alcance de sus usuarios, un potencial operativo tan pasmoso como alarmante, porque permite desde procesar ingentes cantidades de datos técnico legales (normas, jurisprudencias o tratados doctrinales) hasta identitarios de los justiciables que incluyen sus aficiones, patrimonios o cuentas bancarias. Una oferta difusiva de la que no se libran ni los propios jueces y que justifica esa idea de mundo superconectado que algún filósofo, como Byun-Chul Han, categoriza como pornográfico, por lo grosero de la exposición. Nos guste o no, de lo que no hay duda es que tal tecnificación feroz está modificando a fondo esta civilización en general o el mundo del derecho y la gestión de la justicia, en particular, y desde luego la praxis de la abogacía y demás servicios justicieros. Porque cómo no acudirán sus operadores a start-up como la Doctrine, que permite a los abogados analizar el argumentario de la contraparte para desmenuzarla y ofrecer la refutación legal idónea. Qué bien, dirá alguno, acaso con razón. Pero ojo, porque lo que nos acecha es la llegada de una Justicia Artificial (¿JA?), ante la que malo será que los tribunales, con su legendaria precariedad de medios, se vean inermes, aunque peor puede ser que se vean incluso sustituidos en la labor de juzgar, por un sistema informático automatizado que sentencie a golpe de fórmulas algorítmicas. Una opción tan creíble como cercana e inquietante que aplicaría un derecho robótico y computarizado, aunque incompatible con una justicia humanizada y fermentada con esa mínima misericordia que, como decía don Quijote y creemos muchos de sus lectores, exige el arte de juzgar.

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