Máscaras

Porque al final se trata de eso, de que no se vea tanto lo que somos como lo que deseamos parecer

La fiesta de Carnaval es buena ocasión para traer a cuento que no hay máscara como la del propio rostro humano para enmascarar la intención que el enmascarado no desee que le desenmascaren, ya sea sobre su vida ya durante la mascarada carnavalesca. De hecho el vocablo "persona" procede del actor teatral con máscara y por eso enraíza con el "personaje" de una obra, si atendemos a J. Coromina. Voz ésta de persona, entendida como sujeto enmascarado, que incluso adoptó el derecho romano, para simbolizar que la justicia debía ignorar la identidad del justiciable para garantizar la imparcialidad, propósito nada fácil ante un buen actor. Y es que el arte de la apariencia fue sin duda una habilidad suprema desde el origen de los tiempos, allá donde surgiera la cultura de las muecas y la distorsión intencionada del rostro bien para aterrorizar al enemigo bien para avisar a la vecina de la pasión emergida durante el bacanal dionisiaco. Habilidad gestual la de usar el rostro como transmisor de emociones, que elevó a mito intemporal el teatro griego clásico, al dotar a los actores de antifaces postizos que trasladaran al público los volubles (trágicos o alegres) estados de ánimo que cada escena requiriera. Y que remedaron los múltiples carnavales populares procurando ingeniar o parodiar nuevas identidades que, siquiera por un rato, sustituyeran figuradamente al personaje que somos el resto del año. Porque al final se trata de eso, de que no se vea tanto lo que somos como lo que deseamos parecer, aunque no siempre es seguro que la máscara no revele, como mínimo, el buen/mal gusto estético o incluso el ontológico, de cada cual, según advertía Chesterton: alguna vez los disfraces más que disfrazar al hombre, revelan cómo es. Pero si hacer caretas es un oficio, no menos exigente es curtirse en el arte de enmascarar el propio rostro para fingir a posta las emociones del sentir que se quiera transmitir. Los amantes y los niños, sobre todo ellos -bueno y cómo no, los políticos- saben a qué me refiero. De hecho uno de mis pasatiempos favoritos con los niños es jugar a "poner caras", enredo que además de divertido es muy pedagógico porque les ayuda a gobernar gestualidades que aunque ya portemos genéticamente de serie, no siempre nos enseñaron controlar con la maestría que la vida requiere. Y el carnaval es buen tiempo para ensayarlo. Al menos quienes no anden ya carnavaleando el resto del año.

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