Los motivos por los que los humanos solemos guerrear son inagotables: nos hemos matado por amoríos, por acaparar tierras, para evangelizar a infieles, explotar recursos o por soberbias racistas. Y todos los fines son execrables, aunque acaso la guerra más brutal sea las que carece de lógica en sí misma, esa cuyo instinto asesino se alimenta solo de un impulso lirondo: el odio al otro. Que da lugar a las odiosas guerras por odio, con una sola meta: exterminar al enemigo como sea, cueste lo que cueste. Y entonces nuestro cerebro activa en modo ciego esa pulsión dicotómica del “Nosotros-Ellos”, ese instinto reptiliano que pervive entre los componentes límbicos cerebrales, que se reactiva y retroalimenta con una sola obsesión: aniquilar al Otro, a la vez que premia por vía dopaminérgica su logro. Hay quien pontifica, empero, que no, que la especie humana no es de suyo violenta y que la mayoría nos inhibimos antes de hacer daño a otro, que somos más defensivos que agresivos ante el “deber de la guerra”, y que basta ver las algaradas callejeras donde unos pocos pelean y los más, solo saltan, jalean o insultan. O los sesudos estudios sobre las Guerras Mundiales mostrando que apenas un 15% de soldados llegó a disparar un fúsil: que solo mató la artillería o la aviación, porque no veían la cara del muerto. Y que no faltan episodios en que los soldados alemanes y británicos se ponían a jugar al futbol entre trincheras, para cabreo de sus mandos (célebre fue el de un cabo apellidado Hitler). Que hasta en la Guerra Civil lo de “La Vaquilla” de Berlanga no era invento: festines soldadescos, hubo, si no había oficiales amenazando con consejos de guerra. Su conclusión es que no es verdad que vengamos programados para matar o morir. Pero la brutalidad vivida en Israel, de unos terroristas fanatizados por el odio, invadiendo casas y masacrando a criaturas inermes, sin más motivo que matar a cuantos más mejor, matando solo por matar al Otro, lo refuta y nos retrotrae al imperio reptiliano, el de los guerras fanático religiosas que fueron las que de forma más nítida, catalizaron el odio en el largo historial de la violencia, además exponencial, cuando algún dios terrible disculpaba ajusticiar al infiel. Un horror porque hoy rebrota ese espanto en Israel con una ferocidad que solo se sacia con la muerte, ajena o propia. Pero un horror, sobre todo, porque nunca fuimos tan manipulables, social y científicamente.

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