La ausencia de debate alguno y el apabullante respaldo, (en clave norcoreana ante su amado líder), que escenificó el Comité Federal de Psoe, avalando algo tan crucial como la amnistía al secesionismo, que tan dura polémica genera entre sus militantes, aflora una triste realidad de esta democracia: el decisivo dominio de los mediocres en la política nacional. Es esa mediocridad que aplica la RAE a la persona “de poco mérito, tirando a mala”, o el M. Moliner, a las de “inteligencia poco sobresaliente” o poco ducha para ejercer una tarea social de provecho y cuya única habilidad conocida, entre estos cofrades federados, fue la de agenciarse hueco en las listas del Partido. Lo que en muchos casos será su único empleo en la vida y pende sobre todo de una docilidad incorrupta que explica la aclamación acrítica de lo que diga el jefe en la patética sesión de ese CF que aprobó por aclamación una amnistía indigna, porque en otro caso los palmeros no tendrían dónde ir. Se trata de una sumisión sectaria, ciega, que les incapacita para entender por sí mismos lo que demanda la sociedad y cómo cumplir con el compromiso inherente a su condición política a la hora de opinar, orientar, aplaudir o criticar al Ejecutivo o a las instituciones del Estado. El asunto no es nuevo, y en España ni siquiera antiguo, ya que los primeros políticos de la Transición eran profesionales curtidos en la vida y que, con el prestigio de su vida ganada, se politizaron para mejorar la sociedad. Pero amigo, llegaron y se impusieron las llamadas “juventudes” partidistas, convertidas en viveros de vivales, que los niñatos suelen usar como plataforma para ocupar cargos discrecionales a cambio de lealtad absoluta al aparato. Y visto el nivel de inepcia implantado, estremece verificar cómo poco a poco todas las áreas de las Administraciones Públicas van siendo ocupadas y contaminadas por los afiliados más dóciles de cada Partido, por lo general extraídos de las susodichas juventudes adoctrinadas en obediencia tenaz. Una práctica que acarrea un mal pandémico para el sistema al que reporta un alarmante desprestigio de la clase política y deja a las instituciones en manos de estómagos agradecidos, en este caso al psicópata de Moncloa, a pesar de su manifiesta incompetencia. Una disfunción operativa que llevaría a cualquier empresa privada, a la quiebra, como de hecho ya llevaron a las Cajas de Ahorro y como pueden llevar ahora a todo el país.

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