Racismos silentes y rampantes

Un historial propenso a graduar jerarquías éticas, o genéticas, como si el color de la piel condicionase el potencial humano

Recientes, que no nuevos, incidentes racistas en los campos de fútbol, recuerdan cada domingo el acervo troglodita que aún nos modula algún destello irreflexivo, sin control consciente, como ese racismo que, aun siendo un constructo cultural en tanto que se puede domesticar pocos niegan que esté íntimamente ligado a una pulsión instintiva, metabolizada quizá desde el paleolítico cuando el cerebro se especializó en detectar la raza de un extraño solo en una milésima de segundo, para desencadenar reacciones defensivas, de huida o empáticas, según qué color de piel viera. Al punto que aun detectamos más rápido la raza que el sexo de quien vemos, así que no cabe banalizar su poderío sensorial que además cuenta con un historial tan formidable como pavoroso. Un historial propenso a graduar jerarquías éticas, genéticas o intelectivas como si el color de la piel condicionase el potencial humano. Un dislate que ya Darwin refutó al detectar que todos los humanos somos una sola especie, que compartimos las mismas emociones y somos capaces de desplegar las mismas capacidades intelectivas; que todos gozamos con el cante y el baile, el ornato y el juego sea cual sea el pigmento de su pellejo. Teoría que la genética moderna ha validado, ridiculizando todos los sesgos racistas y verificando que los genes que rigen el color del pelo, la piel o los ojos o que determinan los rasgos corporales, no limitan ni condicionan la valía de personas ni de pueblos. A pesar de ello uno de los neveros donde aún se exhibe con impudor este trastorno, sigue incrustado en los campos de fútbol profesional donde campan grupúsculos de homúnculos insultando a jugadores por su origen étnico o tono dérmico, sin que ni clubes ni autoridades acaben de atajar tal alarde de barbarie. Aunque ese racismo rampante contra el rival de piel disímil acaso sea el más estrepitoso, pero también el más fácil de corregir, si se quisiera: basta con suspender uno, diez o cien partidos, cada vez que un grupo de cafres eructe sus ultrajes y seguro que, en una temporada, queda zanjada la cuestión para siempre. Peor conjuro tienen, ay, esos otros racismos silentes o culturales que con impiedad campean en los empleos y los sueldos, en las relaciones sociales y hasta en el amor. La lista de agravios xenófobos sigue siendo tan larga y cotidiana y los remedios tan banales que, como no se traten desde la escuela, quizá no los superemos nunca.

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