Había estado lloviendo toda la noche y en el jardín, como heridas abiertas, la lluvia había dejado profundos surcos en la tierra, señalando de forma acusatoria la violencia de la tormenta. La hierba húmeda brillaba bajo el sol, y los niños, alborozados, salieron a jugar aprovechando la magnífica temperatura que había, una vez que se alejaron los negros nubarrones. Eran los últimos días de vacaciones y seguían en el pueblo de sus abuelos, apurando el verano y disfrutando de la libertad que les procuraba aquel maravilloso lugar junto al mar. De repente, la niña se percató de la presencia de una esbelta figura, y dando un brinco, comenzó a gritar alborozada entre el asombro y la admiración de ver con sus propios ojos a aquella criatura que habitó un día las lagunas del parque natural del Cabo de Gata, tal y como tantas veces le habían descrito sus padres. No podía imaginar que aquel mítico animal, con el que tantas veces había soñado, existiese en realidad. Su hermano, al escuchar sus gritos agitados, riendo y llorando a la vez, de puro nerviosismo, acudió a instante junto a ella. Ester -le dijo su hermano-, mamá nos ha dicho que no gritemos! quieres que me acerque a él y lo tocas?, puedo cogerlo. La niña, más tranquila, le sonrió y asintió con la cabeza, estaba agitada pero deseaba vehementemente tener cerca a aquella criatura maravillosa, que se alzaba elegantemente sobre una de sus patas, luciendo un bello plumaje que iba del blanco al rosa de forma imperceptible, resaltando su figura sobre el verde tierno de la hierba mojada. Víctor alargó una mano, la puso delante de la grácil criatura, que ignorándolo, pasó indiferente junto al macizo de margaritas que flanqueaba el camino de entrada a la casa. La niña, reía nerviosa, moviendo sus manitas con la intención de llamar su atención, y tratando de no asustar a un ser tan frágil. Inesperadamente, el ave, confusa por los inesperados admiradores, desplegó sus inmensas alas y escapó volando, huyendo así de aquella trampa humana en la que había caído. La niña, confundida y triste, siguió con su mirada el vuelo de la celestial criatura, hasta que la perdió de vista, y llorando, corrió por el jardín con sus pies descalzos, llamando a su madre, para contarle azorada lo que había ocurrido, y cómo el magnífico flamenco que tan cerca había estado de ella, se había esfumado, sin saber a ciencia cierta si había sido una jugada de su imaginación o una realidad. Su madre y su hermano miraron entristecidos hacia la tierra seca y desierta que se extendía frente a la casa de sus abuelos, al fondo, el mar calmo latía al unísono de sus corazones, rememorando los tiempos en que aquellas tierras hoy yermas, fueron el humedal en el que los flamencos paseaban estilizados sobre sus fecundas aguas, esperando cada día el ocaso, para elevar su vuelo sobre el mar azul, buscando su secreto.

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