Quousque tamdem

Luis Chacón

luisgchaconmartin@gmail.com

Vendiendo la Torre Eiffel

Tras recordar a Victor Lustig no es raro que haya quien pueda cambiar de opinión con la misma asiduidad que lo hace un dandi de camisa

En los locos años veinte, París era una fiesta y Hemingway, según contaba, muy pobre, pero muy feliz. Y fue allí donde apareció un tipo alto, de rostro algo tosco, pero con cierto atractivo y verbo cantinflesco que hablaba idiomas y se presentaba como el conde Von Lustig. Un habitual de los transatlánticos que unían América y Europa antes de la Gran Guerra en los que encandilaba a los millonarios yanquis hasta que al llegar a puerto, los desplumaba.

El supuesto conde era Victor Lustig. Un genio de la estafa. En Kansas consiguió cobrar dos bonos falsificados y obtener, del mismo banco, un crédito adicional. Detenido, convenció al director para que retirara la denuncia o contaría en el juicio lo fácil que fue engañarle. Libre y con mil dólares para compensarle las molestias, marchó a París, donde, tras saber de las dificultades del ayuntamiento para mantener la Torre Eiffel, decidió venderla. Como lo leen. Se hizo pasar por alto funcionario y citó, secretamente, a los chatarreros más importantes de Europa, convocándolos a un concurso restringido y discreto. Notó que un tal Poisson parecía dispuesto al soborno a cambio del contrato y cerró un acuerdo con él. Cobró la mordida y un anticipo del precio de la Torre Eiffel y se fue de vacaciones a Austria. Por vergüenza, nadie lo denunció. Años después volvió a París. Siguió el mismo plan y lo consiguió de nuevo. Esta vez lo denunciaron, pero Lustig ya estaba en Chicago donde estafó a Al Capone. Sin complejos. Y ya, por último, como si fuera un gobierno inflacionista cualquiera, inventó una máquina que copiaba billetes. El funcionamiento era simple. Introducía un billete y la máquina ofrecía una réplica de curso legal. Eso sí, seis horas después. Lustig lo cargaba con varios billetes auténticos y le hacía una demostración al panoli. Llevaban el billete nuevo a un banco que lo daba por bueno y vendía la máquina. Al día siguiente, cuando empezaba a expulsar papel de barba, Lustig no estaba. Acabó en Alcatraz disfrutando de su amistad con Capone.

Después de recordar a Victor Lustig, me temo que si alguien fue capaz de vender dos veces la Torre Eiffel y salir vivo tras estafar a Capone, tampoco parece tan raro que haya quien pueda cambiar de opinión con la misma asiduidad que lo hace un dandi de camisa, convencer a quien haga falta de lo que sea necesario para obtener un beneficio propio y prometer a todos lo que quieren oír. Lo estamos viviendo.

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