Víctimas de primera y segunda clase

Reconozco que quizás mis opiniones puedan distar muchísimo de mis más duros oponentes intelectuales

P ENSAR que las víctimas pueden transformarse y dividirse en seres humanos de primera clase y de segunda es un concepto incomprensible en los tiempos que corren. Lo vemos a diario cuando se compara a los mártires -así se hacen llamar esos señores del EI- con los ciudadanos que sufren su violencia. O como cuando comparamos el terrorismo más próximo, aquel que hemos sufrido hace tan sólo unas décadas, con banalidades. Quitando hierro al asunto, como se hace siempre, cuando los problemas nos desbordan y no sabemos cómo afrontarlos. Este estado democrático que nos han regalado nuestros antepasados se merece un profundo respeto -a pesar de los ánimos por dinamitar la poca memoria colectiva que nos queda-. No merece las afirmaciones que a la ligera se vierten sobre él, como si de un anciano caduco, viejo y fracasado fuese. Nos olvidamos que este sistema es el que sustenta y permite la libertad y el periodo de bienestar más prolongado y pacífico que la historia más cercana ha permitido en España.

Reconozco que quizás mis opiniones puedan distar muchísimo de mis más duros oponentes intelectuales -me gustaría tener una varita que satisficiera a todo aquel que conozco, pero me temo que no es así. No soy Harry y ni siquiera Potto-. Pero el respeto mutuo es absoluto. Debemos de aprender a convivir a pesar de las posturas ideológicas del otro. Respetando la convivencia. Alimentando la concordia. Aquellos que no cumplen estos requisitos, suelen arrastrar al resto de las personas a la confrontación. No se puede liderar un grupo humano anteponiendo los intereses personales a los colectivos. Porque a lo último, el hedor delata la posición.

Debemos de empezar a mostrar ese carácter que siempre nos ha caracterizado, porque la única manera de ganar la partida a aquellos que se creen con la competencia moral por encima del resto de los mortales es con la elegancia ética. Y porque después de eso, está el abismo. No existe marco común ni jurisprudencia democrática capaz de satisfacer las necesidades y las exigencias de las nuevas sociedades que están emergiendo. No existen víctimas de primer y segundo orden. Estar a su altura nos requiere dejar atrás ese espíritu cicatero y mediocre que siempre ha acompañado a las grandes empresas de la humanidad.

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