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Imagen. / P.L.Rodríguez

Los domingos por la tarte, en la década de los setenta –luego recordarlo solo será posible por quienes anden metidos en años–, se emitía en España la serie de animación Los Picapiedra, dos de cuyos protagonistas eran Pedro Picapiedra y Vilma. Como en la Edad de Piedra no había timbres, Pedro tenía el diario hábito de llamar a voces a Vilma para que le abriera la puerta de su casa en Piedradura. Eso era en la exitosa ficción de aquella serie, pero en esta casa de hogaño también falta el timbre, por otras razones, y quien en ella mora indica al que llega que grite. A fin de que no le resulte incómodo, sino beneficioso, señala también que, con ello, podrá desahogarse. Acaso esto último marque la diferencia entre las voces de Pedro Picapiedra, como modo ordinario de hacer las cosas, y los gritos de quien llegue a esta casa, nada habituales con el propósito de llamar. Sin embargo, además de molestar al vecindario ante la falta de timbre, gritar puede ser un recurso que alivie las aflicciones, atempere las penas o haga sobreponerse en el trabajo. Cosa distinta sería el desahogo que cursa con violencia, ante las torceduras del ánimo. O, mejor, el que se abre al esparcimiento. E incluso el que conlleva desenvoltura e incluso descaro. Así que a gritar.

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