Las cartas del emigrante

Los mismos a los que no les preocupan nuestros jóvenes, hoy nos quieren hacer creer que los inmigrantes les quitan el sueño

Afinales de los 50 y como tantos andaluces de su generación, Vicente, el mayor de seis hermanos, marchó a buscarse la vida a Barcelona. Tenía 13 años y su madre, viuda, le escribía una carta a diario: “¿Cómo estás, Vicente? Son las dos de la mañana y no puedo dormir pensando en ti. ¿Has llegado bien?...” “Hijo, cuéntame cómo sigues. Hoy son las tres y me acuerdo de ti a cada instante. Pórtate bien con la tita Matilde...” “Vicente, esta noche son las dos y media. Dime algo, anda. ¿Te dan bien de comer?...” La percepción de la distancia y el tiempo ha variado tanto que resulta difícil de creer. Vicente tardaría en responderle. El destinó le situó tras los fogones del restaurante Sur, junto a La Rambla, donde se relajaban las firmas más reconocidas de La Vanguardia y La Codorniz. Y un buen día, le respondió: “Mamá, estoy bien. Ah, y que sepas que pongo el reloj en hora cada vez que me escribes”.

Aquella era una migración masiva de una España hacia otra. Ahora los movimientos se dan en todas direcciones y sobre todo a la costa. Andalucía también demanda personal cualificado para su hostelería. Y una legión de inmigrantes se ocupa desde hace lustros de cubrir la demanda infinita de hoteles, bares y restaurantes, así como de los trabajos más duros de la construcción y la agricultura. Forzado por una Iniciativa Legislativa Popular apoyada por 600.000 firmas y organizaciones como Caritas, el Congreso debatirá la regularización de 500.000 inmigrantes que viven de forma irregular y clandestina, porque son necesarios para sostener las pensiones y porque nadie quiere hacer su trabajo. La clase dirigente ha quedado retratada. Pero no nos engañemos. Ni siquiera les preocupa la realidad de los jóvenes españoles que se marchan al extranjero, una generación mejor preparada que la de Vicente. Y aunque los hijos de los andaluces ya no emigren a Cataluña, muchos se van a Alemania y otros países del entorno porque aquí no se dan las condiciones. Prefieren dejar su tierra atrás, a servir en una barra de por vida. Y detrás de cada vuelo, un desarraigo, una ruptura familiar. Y un daño letal para la economía, porque ellos eclosionarán en otros países y experimentaremos un claro retroceso. Si nuestros dirigentes no consensúan ni una ley de Educación con vistas a su futuro, ¿cómo van a garantizarles el acceso a una vivienda y un mercado laboral acorde a su talento? Quieren convencernos de que los inmigrantes les quitan el sueño cuando son incapaces de acordar lo que nos preocupa a todos por igual: el futuro de nuestros jóvenes. ¿Hará falta que los ciudadanos le vuelvan a recordar por escrito al Congreso cuál es su misión en la vida? Se lo debemos a las futuras generaciones y a todos los que, como Vicente, abandonaron su casa sin móvil, ni guasap, ni falta que les hacía con una colección de cartas impagable, que ya nadie escribe.

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