De su frente brotaba un sudor que discurría por sus mejillas hasta alcanzar un cuello enrojecido por el calor sofocante que la abrumaba. A pesar de haber anochecido, Helios había dejado incendiada la tierra. Como todos los años, había vuelto a pasar el verano en la casa familiar de gruesas paredes de piedra, que siempre les acogió como una madre protectora. El perfume de los dondiegos, mezclado con el de los jazmines, se volvía casi empalagoso. Sin pensarlo dos veces, cogió la manguera con la que regaban las plantas del patio interior al que se abrían las ventanas de la vivienda, y poniéndola sobre las ramas de un limonero, se puso debajo de la cascada que provocaba el agua al chocar contra su cuerpo ardiente. Estaba sola, se despojó de la ropa mojada y divertida por aquella travesura, soltó una sonora carcajada cuyo sonido se expandió por toda la casa, como las ondas producidas sobre la superficie del agua al caer sobre ella una piedra. Ya refrescada y con ropa seca, optó por sentarse bajo un frondoso manzano en la hamaca de lona que tanto le gustaba, Observó la salamanquesa, que pacientemente esperaba a sus presas escondida en el fanal, y sintió que este era el mejor momento del día. Una leve brisa expandía el aroma de las flores por todo el ambiente, entrando a las habitaciones a través de unas ventanas abiertas de par en par, que dejaban ver unas camas vestidas con sábanas de algodón de un blanco níveo, sugiriendo una frescura inexistente. Pronto llegaron los niños hambrientos, sucios y sudorosos, preguntando por la cena. El tiempo parecía haberse detenido en aquel rincón del sur en el que el sol pasaba el invierno y también el verano infernal que lo asolaba. Comieron de pie, con prisa por volver a jugar en las calles del pueblo llenas de vecinos sentados en sus puertas, a la espera de poder entrar en sus casas cuando refrescara. Sentada en el porche, bajo la única luz de una vela de incienso, observó una luna inmensa asomando por el horizonte, y el silencio era tan intenso que podía escuchar con toda nitidez el vuelo de las palomillas de la luz dando vueltas en torno al farol de la puerta. La televisión apagada, los móviles silenciados, las consolas de los niños desconectadas y derramadas por todos los rincones, le recordó aquellas noches de su infancia, cuando nada de eso existía. Llegado el momento de volver a su casa, y a pesar del cansancio acumulado, preguntaba a su madre qué podía hacer, resistiéndose a irse a la cama, y ella le contestaba: “esta noche vamos al cine de las sábanas blancas”. Al principio no pillaba la broma y hasta creía que existía un cine en el pueblo, después entendió la expresión en toda su plenitud: unas camas vestidas de blanco algodón, la esperaban para envolver en ellas sus sueños infantiles, las mismas que hoy la acogerían a ella y a sus hijos.

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