La pandemia del COVID trajo, entre otros efectos, el refuerzo de la disciplina de los protocolos. Mas no se tome esta consecuencia como muy significativa, dada la trágica magnitud de otras; ni se considere esa socorrida máxima que justifica cualesquiera males: “no hay mal que por bien no venga”. De manera genuina, la aplicación de los protocolos tiene su ámbito propio en las ceremonias y los actos oficiales y solemnes, y hasta se ordenan normativamente las reglas, si es que no han sido establecidas por la costumbre. La diplomacia, por otra parte, afecta generalmente a las relaciones internacionales entre Estados, por lo que, en sentido estricto, no es de aplicación entre las Comunidades Autónomas españolas, trifulcas independentistas al margen. Son asimismo diplomáticas las relaciones personales o institucionales de cortesía, aunque quepan, con ellas, las apariencias o los intereses. Luego protocolo y diplomacia pueden ir de la mano o, al menos, están bien avenidos.

En la reciente fiesta del Dos de Mayo, Día de la Comunidad de Madrid, los problemas de protocolo han acaparado protagonismo con motivo de los puestos de honor, en la tribuna, para los oficialmente invitados y otro ministro concurrente, al parecer, en calidad de acompañante. Como suele ocurrir con los asuntos futboleros, las cuestiones capitalinas toman excesiva relevancia, ya que es de imaginar que así no hubiera ocurrido en la celebración de los días de otras Comunidades, con una reforzada presencia del Gobierno estatal. Por eso, el bochorno es también todavía mayor, dado que altos prebostes, además de hinchas de “peñas” políticas y variopintos “influyentes” con adscripciones diversas hacen del vodevil protocolario, por unos días, materia de interés coyuntural. Los protocolos, en fin, se fundamentan en la importancia de las formas, sin que ello conlleve la primacía de los formalismos. Todavía más cuando el protocolo concierne a los más altos niveles de autoridad, por lo que han de evitarse las formas del autoritarismo y preservarse la legitimidad que en cada caso corresponda. Ya que, si se pierden las formas, se pierde el protocolo, o al revés, y, entonces, el problema no es el sitio en las tribunas, sino la vergüenza pública y el esperpento.

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