Carta del Director/Luz de cobre

El silencio de los pueblos

La edad transcurrió incapaz de, entre tanto alboroto, percibir el silencio que hoy lo ocupa todo, sólo roto por el chasquido de las gotas en el suelo

Una tormenta, no muy lejana, aporrea el cielo de truenos. Aún no llueve. En el ambiente se respira humedad. Incluso el moho se ha apoderado de algunos dinteles de viviendas cerradas. Los chaparrones se apoderan de las calles vacías. Precipitaciones que se esperaban, que han llegado, pero que no han logrado calmar la sed de los campos cuarteados y olvidados de la Almería de interior.

El silencio ocupa calles y plazas. Aquí no vive casi nadie, y los que aún permanecen en el pueblo cierran con llave las viviendas cuando la noche abraza y engulle el día. Es como el escenario de una película de suspense, en el que antes de cruzar de un lado a otro oteas y miras esperando al enemigo. No lo hay. La despoblación se ha encargado de dejar las calles vacías, las casas vacías y las tierras de cultivo abandonadas. Silencio y más silencio que se torna atronador, casi desesperante.

Un relámpago ilumina la oscuridad que conquista el día segundo a segundo. Un perro, quizá abandonado o por lo menos sin dueño conocido me mira expectante. Tiene el pelo mojado. Parece acostumbrado a la soledad, al mutismo... Se gira y camina con paso desgarbado, indiferente calle arriba. Al fondo se ve una especie de comedero de plástico recortado de una garrafa de agua. Allí hay alimento para él y para algunos gatos callejeros que la única vecina de la calle alimenta con paciencia. Casi comen en su mano, aunque la amistad la cultivan sin excesos, alejada de cualquier extremo más allá del sustento y alguna caricia desperdigada en medio de la pausa.

No se percibe mucha más vida. Quizá más allá de aquellos que un día poblaban el lugar y que ahora sólo los reconoces por sus fotografías en el cementerio o en los recuerdos de sus casas cerradas, algunas abandonadas y con serios desperfectos. Nadie se ha preocupado de volver. Aquellos que tenían hijos se desprendieron de su memoria en la misma medida que el silencio ya de la noche abraza con mimo, casi con desesperación el último halo del día moribundo. Aunque quizá no parezca serio, tal vez hasta indecente, lo cierto es que entre las tinieblas, los truenos que no cesan y los relámpagos, el paisaje no puede ser más lóbrego. Mentira. El ambiente del viajero, del visitante, del vecino, se carga entonces de misterio, de sensibilidad, de un pasado que fue y que nunca volverá.

Es entonces cuando caen las primeras gotas de la tormenta que se confunden con las lágrimas de tanta y tanta memoria que es imposible enterrar.El tiempo, salvaje y cruel, feroz en ocasiones y piadoso casi siempre, se adueña del alma de quien se envuelve en el silencio, que ahora grita más que nunca. Voces que se empeñan en ocuparlo todo para transformar un paisaje de sueño, de silencio, de tiempos pretéritos en verdad incuestionable. Otras épocas pasaron. Las ocasiones se sucedieron. La edad transcurrió incapaz de, entre tanto alboroto, percibir el silencio que hoy lo ocupa todo, sólo roto por el chasquido de las gotas de agua en el suelo.

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