Las notas estremecidas de una armónica que abraza a los arpegios –que sólo él toca así– dan el cierre al Don´t think twice, it’s alright de Bob Dylan, una canción en la que un tipo, aunque desengañado y triste, se muestra displicente y soberbio: “Mira por la ventana y me habré ido, pero no lo pienses dos veces, da igual”, y el viento de la Hohner parece evocar, puro poema, el silbato, el traqueteo sobre la ferrovía y el vapor que expele la locomotora. Para quienes al mar le tenemos algo más que respeto, el tren es –románticamente– la forma de desplazamiento más lírica; no pocas canciones han pinchado esa vena. Duke Ellington y John Coltrane –cuyo apellido también suena al gremio de maquinistas, factores y guardagujas– cogiendo un subterráneo –el Tren A– que no deben perder porque ya es tarde para llegar a Harlem. La Electric Light Orchestra era un grupo fascinante que he dado en recuperar sin mayor pena: una fábrica de ritmos y sonidos tan progresivos como su Último tren a Londres, y es que el último tren es una granada de sentimientos y ensoñaciones. Como la fabulosa –por moderna– O tren de Andrés Dobarro (1970), en riguroso galego, de música y recitado absolutamente metafóricos de un larga distancia que va a todo tren, y que finalmente nos llevará “na terra da felicidad”.

Los cercanías y media distancia van ahora llenos, con lirismo el justo. El motivo es el abono gratuito por uso recurrente que ha instrumentado Renfe por indicaciones del Gobierno y pago del Estado. “Gratuito no es, perdona, es gratuito para quien lo adquiere, pero nos cuesta a todos. Y además, se lo dan igual a Ana Patricia Botín que al mendigo de abajo de mi oficina, que viene a pedir aquí abajo todos los días desde Villaliebre”. Ah, qué subjetivas certidumbres, las de la percepción selectiva. Esos trenes son objeto de cierta especulación de reservas, como sucede con lo repentinamente escaso. También es un chapuzón diario en las aguas de una realidad con sus especies y especímenes. Allí hay de todo: mayorías respetuosas, minorías de ineducados y patanes. En ausencia de mili, que según el mito nos enfriaba el niñateo y atusaba el pelo de la dehesa, bueno es un trayecto ida y vuelta varios días en semana en un colectivo. Pero es más que una cura de humildad: ya cansado y ensimismado, abandonarte en el último tren y llegar a tu desierta estación de destino es una trasunto del discurrir cotidiano, una actividad pasiva o rutinaria, aunque a la postre sea inexorable y pasajera: como la vida misma. Vivir es viajar en tren, bien mirado... por la ventana percibes la fugacidad.

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