Tribuna

José Antonio González Alcantud

Balnearios

Un balneario es, aún al día de hoy, un restaurador de la salud psíquica, un espacio de onirismos profundos, elementales, amnióticos, una vuelta al útero materno

Balnearios

Balnearios

Frente a un velador de mármol y bronce por el que deben haber pasado más de cien años, a deducir por la usura, arropado en la veranda por plantas de generosa sombra, rememoro la vida siempre intrigante de los balnearios. En instantes iré a un recital de cantos raros, alguno judaico, en el Casino del lugar, no sin antes haberme tonificado con una copa del mejor de los vinos. Todo se presenta como un sueño tibio, como una vida pretérita que nunca debió estar poseída por la exaltación. Es un decir, porque a Cánovas lo liquidó de tres disparos Angiolillo, mientras tomaba las aguas que tan bien le venían para su maltrecha salud. Los balnearios, sin llegar a ser esos hoteles en los que se va a morir frente al Ganges, tienen mucho de decrepitud. Inspiran melancolía, pero no por su decadencia, sino porque aquella le es esencial.

Lugares para restaurar la salud quebrantada, física y espiritual, esa es su divisa, por la que recibieron premios y menciones en las exposiciones universales. Las propiedades del agua, plurales, nos devuelven a la condición ictínea, en la que los paleontólogos se empeñan en ubicarnos en un pasado remotísimo. En el agua restauradora sentimos que nuestro ser psicológico, y su extensión física, se reconcilia con las fuerzas de la materia. Un gran sabio, Gaston Bachelard, que era físico-químico de formación, quien no practicaba la quiromancia sino el racionalismo estricto, escribiendo luminosas páginas sobre la química moderna y sus transformaciones, cuando tenía obras poéticas en sus manos invocaba la “psicología de la materia”. Y veía así en el líquido elemento su geo-psiquismo. Ahora Mercedes Montoro, compañera en la Universidad, acaba de publicar un bello volumen sobre el particular, que me envía este estío. Pues bien: las aguas lentas, en la teoría del barbudo Bachelard, son las de balneario.

Este verano, ya mediado, las he experimentado en un establecimiento, cuyo nombre omito, al estilo de los de la Montaña mágica, de Thomas Mann, la mayor de las novelas sobre la vida de los balnearios de montaña. Allí estuve rodeado de altas cumbres. Desde mi juventud andariega, soñaba en instalarme en esta especie de Hotel Budapest, en alusión a la película de igual nombre, basada en las memorias del gran Stefan Zweig, rodeado inquietamente por precipicios y nieves eternas, viendo pasar las horas. Trepé a las montañas, descendí por caminos abruptos, me bañé en frías pozas fluviales de agua turquesa, floté en las aguas calientes. Allá, en esta especie de útero psicoanalítico, tuve pensamientos para el historiador del arte Aby Warburg, fundador de toda una escuela de pensamiento hace un siglo, quien curó sus heridas psíquicas en uno de estos santuarios alpinos. Un buen día Aby decidió dar una conferencia sobre los ritos modernos y de la Antigüedad a los enfermos allí reunidos, y sanó. En definitiva, un balneario es, aún al día de hoy, un restaurador de la salud psíquica, un espacio de onirismos profundos, elementales, amnióticos, una vuelta al útero materno.

En los baños al aire libre de Budapest, hace años, vi venir desde el fondo de la piscina de aguas calientes unos sujetos aborrecibles de los que había huido poco antes. Por azar ahora estaban allí; los saludé todo turbado si bien los encontré cambiados, gracias, creo, al beneficio de las aguas medicinales. Me hizo gracia el encuentro. En Hierápolis, Turquía, logré sumergirme en la antigua piscina romana, donde había que sortear columnas y capiteles hundidos; la historia en sus transparentes aguas surcadas de ruinas, me condujeron al mundo de los privilegios elementales. No hay que ser un aristócrata: las aguas privilegiadas ciertas veces escapan al control de lo privado. Es el caso de las termas dei Papi, cerca de Roma, donde la gente en una suerte de secreta fraternidad felliniana acude a las pozas “libres” de aguas sulfurosas que brotan en mitad de los campos.

En medio de todo este deseo restaurador, con la sospecha de que nunca lograremos la verdadera paz, me sobrevino el terror pánico. Pensaba en películas como La forma del agua, de Guillermo del Toro, o La vida de Pi, de Ang Lee. Siempre el agua tranquila, calmada, lenta, que anticipa la tragedia acuosa. Tampoco hace falta que nos absorba un tifón. En mar abierto, en las barreras coralinas de Trinidad, en Cuba, una barcaza conducida por tipo estrafalario, me condujo hace tiempo a una inmersión donde, rodeado de tanta belleza submarina, pensé que aparecería el tiburón, pero que yo me dejaría devorar, a conciencia de que ya había entrevisto la belleza suprema.

Empero, sin llegar a estas emociones, intransferibles, en los balnearios de las montañas uno puede disfrutar de la calma hurtada a las ciudades. Benditos sean los balnearios. Quisiera haberles hablado de esa política que nos enerva, pero de verdad no he podido.

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