Tribuna

Francisco Núñez roldán

Tiempos barrocos

Siguiendo el consejo de Braudel habrá que ir más allá de los hechos, evitando su simplificación, separando lo efímero de lo permanente

Tiempos barrocos

Tiempos barrocos

Frente a la historia explicada como una sucesión de acontecimientos aislados, Fernand Braudel propuso el término larga duración para referirse a las realidades que el tiempo tarda enormemente en desgastar y transformar. Estructuras aparentemente inmutables. Al historiador que observa el presente entre inquieto y curioso porque distingue entre esos tiempos históricos cortos y largos, le preocupa el futuro, aunque él ya no lo tenga. Sabe muy bien, no solo por su edad avanzada, que los cambios históricos visibles son, como las olas del mar, superficiales, cuando lo fundamental está en las corrientes profundas del océano ajenas a la mirada del hombre. Así pues, siguiendo el consejo de Braudel, habrá que ir más allá de los hechos, evitando su simplificación, separando lo efímero de lo permanente. Sin olvidar que ciertas realidades que creíamos eternas acaban desapareciendo. No hay nada sólido.

Si hay un hecho histórico que se caracterice por su larga duración, por su consistencia e influencia sobre los demás acontecimientos, ese es la cultura en sus diferentes manifestaciones: mentalidades, valores sociales, sentimientos, doctrinas. Como sentenciosamente solía decir C. Alvarez Santaló, todo es cultura. Si volvemos la mirada al pasado, hallaremos una explicación. En La cultura del Barroco J.A. Maravall identificó los caracteres de esa cosmovisión genuina que sucedió a la del Renacimiento. Así como ésta representaba el orden, la proporción, la simetría, el equilibrio, la libertad, la autonomía individual, aquélla, producto de un tiempo de crisis y de pesimismo inspirado en las calamidades, infirió que el mundo era un confuso laberinto, un gran teatro, una lucha de opuestos. Avanzado el siglo XVII, tras las epidemias y la guerra de los Treinta Años “se observa por todas partes una existencia sombría”, un estado anímico de desencanto, de desilusión y melancolía, que da lugar al tópico de la locura del mundo. Es la expresión que más se repite en las obras de los intelectuales de la época apuntando a una suerte de locura social generalizada como imagen de todos los males. En 1600, González de Cellorigo se atrevió a denunciar que “no parece sino que se han querido reducir estos reinos a una república de hombres encantados que vivan fuera del orden natural”. Al intérprete genuino de ese estado de locura Cervantes le dará un nombre inmortal, don Quijote, que de sus lecturas caballerescas obtiene una versión idealista de las aventuras de sus antepasados y acaba distorsionando el pasado y el presente. Semejante coincidencia de pareceres testimonia la alerta sobre el cambio cultural al que asistían, impotentes para frenarlo. Más tarde será Quevedo quien avise sobre los delirios del mundo “que hoy parece estar furioso”. Una locura que el genial escritor vinculaba en La hora de todos con la desmesura de las aspiraciones sociales de las gentes, dispuestas a alterar el orden del mundo disponiéndolo al revés.

Laberinto, locura, desorden, desmesura, exceso, manipulación por parte del poder político de los comportamientos humanos. Tales fueron los dominios culturales del Barroco. Acaso llegó hasta nosotros en la corriente profunda de la historia una cultura del conflicto y de la polarización auspiciada por los gobiernos que cada vez intervienen más en la vida de los ciudadanos, controlándolos y dirigiéndolos, como ya hicieran las monarquías absolutas del siglo XVII. O la imposición de una moral ad hoc. O la difusión de una cultura de la evasión, el entretenimiento y la diversión de las masas que acabarán por hacer del mundo un inmenso parque infantil; una válvula de escape fabricada desde el poder. Simultáneamente, sufrimos lo que González-Cotta llama “la locura de la información en tiempo real” que nos impide digerirla pausada y críticamente. Y desde que apareció la prensa en el siglo XIX vivimos bajo la tiranía de las novedades. Todo aquel que cada mañana abre el periódico digital espera noticias nuevas, impactantes y escandalosas, como las consecuencias de las políticas de género o el apocalipsis climático. Exceso, relativismo y desmesura ocupan los informativos de la tele, el perverso y demoníaco emisor de los nuevos valores morales. Claudico ante tal estado de cosas y admito mi renuncia ascética, la que me hace proponer la necesidad de comprender el presente a partir del pasado, pero no para cambiarlo titánicamente, sino para sobrevivir el poco tiempo que me queda saliendo del laberinto con la ayuda de un Dios olvidado.

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