El valor de la alegría

El valor de la alegría

Nunca me he preguntado porqué tuve dos amigos tan queridos en mi infancia garruchera: “Melchor, El de La Chula, y Agustín Mulero, El Quiquiño.

Esta mañana, me ha despertado la respuesta que jamás busqué.

Ha llegado lenta, afectuosamente; como una revelación. Alguien desde la otra orilla, ha querido decírmelo para que empezara a entender algunas de las cosas que me han pasado y que han ido o venido conformando mi vida.

El Melchor y El Quiquiño estaban siempre alegres. Uno, sonreía; el otro, reía de manera escandalosa. El que sonreía y me hablaba con gracia ingeniosa, su brazo sobre mi hombro, me enseñó, sin él saberlo y sin saberlo yo, que la amistad es un puerto seguro cuando la mar que es la vida, se pone fea, antojadiza y fuera de su ser sereno.

El otro, el de las carcajadas estridentes contagiosas, sin yo saberlo y sin saberlo él, me enseñó que hay que plantarle cara a la orfandad, no achicarse ante la prepotencia estúpida de los ricos de la calle Mayor cuando miraban con condescendencia, si no con desprecio, a quienes nacimos y crecimos en las casas humildes de El Martinete o El Pimentón.

Pasé con ellos muchas horas de muchos días de mi infancia porque su compañía era hermosa y yo necesitaba su alegría.

¡Qué cosas! Ahora y aquí, desde la atalaya de los ochenta años que he cumplido, acabo de saber, y proclamo, que la aceptación que he tenido a lo largo de mi vida en la radio, la televisión o la canción, se ha debido a la alegría y la valentía que dos amigos me inculcaron cuando los tres éramos niños nacidos tras el fragor de los cañones y creciendo en medio de otro campo de batalla, donde las miradas de los vencedores y vencidos disparaban odio o desprecio, amenazas o miedo, revancha o servilismo, prepotencia o humillante sometimiento.

Después… por la radio nos fuimos al mundo y a la gente mi voz y yo. Y, como mi voz también era hermosa y la gente de cualquier parte del mundo necesitaba nuestra alegría, allí estuvimos El Melchor, El Quiquiño, mi corazón y yo.

Hasta que, subrepticiamente, encapuchado, a traición, el infortunio llegó y nos habitó; okupó la casa de mi familia, me secuestró el ánimo, veló el brío de aquella voz.

Por fin, esta mañana, el amanecer me ha traído la noticia de que aquel largo temporal, ya pasó.

Y hemos vuelto a renacer los cuatro: mi corazón, mi alegría, mi voz y yo.

(Por si te hiciéramos falta, por aquí andamos).

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